Diez mil pesetas de libertad
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

 

La posibilidad de gastar libremente

        Pongamos que se llama Cristina. Estudia 1º de carrera, y durante casi media hora estuvimos hablando (pedaleando, diría ella) sobre la libertad, la entrega, el compromiso, el amor, el matrimonio y la vocación. Creo que Cristina no tenía más problema que el miedo, un cierto pánico –tan corriente por otra parte– a atarse. Sin embargo, ella aseguraba que yo no la entendía.

        —No puedo comprometerme con nada ni con nadie –concluyó–. No tengo derecho a perder mi independencia. Quiero ser libre.

         —Libre, ¿para qué?

        Me miró como si de pronto descubriera en mí a un peligroso fascista.

        —¿Para qué? ¡Para todo! Necesito ser libre. ¿Usted no?

        —Sí. Por eso te he preguntado que para qué. Te lo digo de otra forma: ¿cómo piensas gastar tu libertad?

        —¿Gastar…?

        Aquí le propuse una especie de parábola.

        —Imagínate que alguien te regala diez mil pesetas para que hagas con ellas lo que quieras. Tener ese dinero es gozar de bastantes posibilidades. Puedes comprar dos o tres libros, una entrada para el cine, una comida en el mejor restaurante, un pantalón vaquero…

        —No se pase –me interrumpió–. Diez mil pelas no dan para tanto.

        —Por supuesto. Quiero decir que con dos mil duros puedes elegir entre incontables caprichos; pero podrás comprar uno, dos a los sumo. Por eso, si sólo tienes ese dinero habrás que pensar con calma en qué te lo quieres gastar.

Libertad para no ser libre

        —¿Y eso qué tiene que ver con la libertad?

        —Bastante. Dios ha concedido a cada uno infinitas posibilidades de elección: eso es la libertad. Algo así como un fajo de billetes que por sí no valen nada –son sólo papel–, pero que dan la capacidad de escoger diferentes productos.

        Cuando uno tiene diecinueve años, como tú, su capital de libertad probablemente es grande. Quizá tengas por delante cuarenta años de libertad de movimientos y veinte más de libertad condicionada por la artritis. Como eres joven y lista, aún eres libre para ser médica, ingeniera, militar o bombera; pero no todo al mismo tiempo. Además puedes casarte con cuarenta o cincuenta chicos (al menos eso crees), pero con todos no: sólo con uno. Si te empeñas, todavía alcanzarías una medalla de oro en alguna olimpiada…, pero si te dedicas al deporte deberás renunciar a mil caprichos.

        Eso es la libertad: un cheque donde Dios ha escrito una cifra, pequeña o grande, pero que, en todo caso, sólo vale cuando se gasta. Entre tanto es sólo un papel. Por eso te he preguntado en qué piensas invertir tus diez mil pesetas de libertad.

        —Es que yo quiero conservar el cheque…

        —Bueno…; pero te lo acabarás comiendo. La libertad no se nos da para ponerla en un marco, sino para que la inmolemos voluntariamente por amor.

        —Eso es absurdo…

        —Absurdo sería lo contrario: es de locos tratar de conservar un talón para mirarlo y remirarlo; tener siempre todos los caminos abiertos y no tomar ninguno, hacer colección de cheques para sumar cifras que no significan nada.

        —Pero ¿no es eso lo que quieren todos, conservar el billete cuanto más tiempo mejor…?

        —Quizá; pero no deja de ser un poco tonto. Porque el dinero se devalúa y la libertad también. Hay avaros de libertades como los hay de papel moneda. Unos y otros acarician su mercancía, sin darle salida, y al final se les deshace entre las manos. "Son almas que hacen barricadas con la libertad –escribió de ellos San Josemaría–. ¡Mi libertad, mi libertad! La tienen, y no la siguen; la miran, la ponen como un ídolo de barro dentro de su entendimiento mezquino. ¿Es eso libertad? ¿Qué aprovechan de esa riqueza sin un compromiso serio, que oriente toda la existencia?"

La libertad de atarse

        —Pero también puede una ir gastando su libertad poco a poco, sin entregarla de golpe…

        —Eso es cierto. Uno puede gastar su vida picoteando pequeños placeres, pequeños amores, pequeños compromisos, y reservarse siempre algo… Es una opción. Pero los que la siguen suelen comprobar al cabo de los años que su independencia se ha convertido en soledad, que han gastado su libertad en escoria. En cambio los que tuvieron la generosidad de comprometerse, los que invirtieron su libertad en un amor grande, descubren que siguen siendo libres, más libres que nunca…, precisamente porque se ataron al único bien que jamás esclaviza.

        —Eso sí que no lo entiendo.

        —Mejor que yo lo dijo Pedro Salinas en un poema:

Dame tu libertad. No quiero tu fatiga,
no, ni tus hojas secas.
Ven a mí desde ti,
no desde tu cansancio de ti (…)
La quiero
para soltarla solamente.
No tengo cárcel para ti en mi ser.
Tu libertad te aguarda para mí.
La soltaré otra vez, y por el cielo
veré como se marcha hacia su sino.
Si su sino soy yo, te está esperando.

        Cristina se quedó pensativa.

        —Esta bien eso… ¿Por qué no me lo escribe en un artículo, me lo pienso, y seguimos charlando?

        —Aquí está.