Cucho
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

 

 

Las lágrimas y un pastor alemán

        He leído no sé dónde que la edad del pavo es la etapa más feliz de la vida. No es cierto: la adolescencia es el tiempo de la melancolía.

        — ¿Y usted cómo sabe estas cosas? –me pregunta Vicky, la niña del móvil de la que hablé el mes pasado.

        — Porque tengo buena memoria –le digo–.

        — ¿Y por qué llora una tanto a esta edad? –insiste Vicky, que últimamente tiene la lágrima fácil–.

        — Bueno…, no todos son tan llorones como tú; pero, si empiezas a sentirte mayor, es lógico que llores por la infancia perdida.

        Vicky se ríe como si le hubiera contado un chiste, y me pregunta qué es lo que recuerdo yo de mis tiempos. Le explico que mis tiempos aún no han llegado, aprovecho para mandarla a clase, y prometo contarle algo en el artículo de diciembre.

        Uno de mis recuerdos se llama Cucho, un perro pastor alemán alto y de buen genio, que fue testigo silencioso de todas mis crisis, y confidente en los momentos más duros de la adolescencia.

        Cucho llegó a casa cuando apenas era un cachorro. Nos lo regaló Yanko Daucik, que estudió conmigo en el colegio durante los años en que su padre entrenaba al Athletic de Bilbao. El padre de Cucho se llamaba Arco y era de origen checo, como la familia de mi amigo. Por eso llegó con el nombre puesto. Podíamos habérselo cambiado, porque al principio no nos gustaba; pero nadie se atrevió a tomar la iniciativa. Sólo mi madre le llamaba Polka, quién sabe por qué.

Todo un perro

        El caso es que creció desmesuradamente. Ahora lo recuerdo gigantesco, aunque quizá no era para tanto. Y como se alimentaba bien, vivía en el campo, y estaba todo el día rodeado de niños, se hizo fuerte, lustroso y buen amigo de la chavalería.

        Sin embargo jamás abdicó de su dignidad. Nunca quiso parecerse a esos perritos habilidosos, que según sus dueños son listísimos porque hacen monerías impropias de un cánido y, por tanto, son medio idiotas. Cucho siempre fue todo un perro, un pedazo de pastor alemán, cariñoso y servicial, de ojos mansos y dientes de fiera; de pocos aunque sonoros ladridos, y capaz de amedrentar a cualquiera con sólo mirarlo.

        Durante un tiempo, fue mi mejor amigo. Por la mañana entraba en mi cuarto a la hora prevista, y me sacaba de la cama lamiéndome la cara. No era una experiencia agradable, pero me ayudaba a correr camino de la ducha.

        Luego, al atardecer, Cucho y yo teníamos largas conversaciones. No os riáis, que ya empiezo a ponerme colorado. Un poco raro sí que parece, la verdad; pero tampoco tanto. Lo que pasa es que tuve unos años tímidos y turbulentos: sólo me interesaban el ajedrez y la poesía de Garcilaso de la Vega, y ninguno de mis amigos sintonizaba con semejantes aficiones.

        Cucho, en cambio, sí. Allí, en la campa que había a unos cientos de metros de mi casa, nos sentábamos el uno frente al otro. Cucho, con la mirada atenta, la boca abierta y la lengua fuera, inmóvil como una estatua. Yo, con mi pavo a cuestas, le recitaba poemas, que podían ser propios o prestados ("el dulce lamentar de dos pastores,/ Salicio juntamente y Nemoroso…") Otras veces le contaba mis penas.

Mejor con Dios

        Como la cosa ni siquiera a mí me parecía muy normal, un día decidí explicárselo al sacerdote. Su respuesta me desconcertó:

        — Mientras Cucho no te conteste, puedes estar tranquilo: aún no estás completamente majareta. Pero pienso que necesitas algo más que un perro: ha llegado el momento de que empieces a hablar con Dios.

        No he entrecomillado el consejo, pero podía haberlo hecho, porque sólo han pasado cuarenta y tantos años y lo recuerdo muy bien, casi palabra por palabra.

        Desde que soy sacerdote he contado mil veces esta historia, para explicar a chicos y a chicas que a esa edad tan rara de la melancolía, cuando nadie nos entiende –ni nosotros mismos–, y uno se desahoga con la almohada, con el espejo o con el gato de la vecina, Dios se pone a nuestros pies como un perrillo. Es la hora de tomarse en serio a ese interlocutor divino, y dedicarle, al menos, unos minutos cada día.

        Si le damos esa oportunidad, no tardaremos en descubrir que, en este diálogo, hemos de intercambiar los papeles para que Dios lleve la voz cantante. Lo nuestro –como predicó San Josemaría– es "estar pendientes de sus labios: con el oído atento, con la voluntad tensa, dispuesta a seguir las divinas inspiraciones".

        Es decir, como el bueno de Cucho, que cuando me miraba con la boca abierta, parecía un atleta a punto de tomar la salida. Quizá sólo esperaba que lanzara un palo a lo lejos para correr a buscarlo, y repetir una y otra vez el mismo juego.