Diálogos para un ascensor
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

 

 

Situación siempre incómoda

        Siempre que subo a un ascensor procuro no coincidir con un desconocido. Uno es de natural tímido y nunca ha sabido entablar una conversación dentro de semejante ingenio mecánico.

        Ya sé que no es obligatorio decir nada y que en todo caso el trayecto suele ser breve; pero hay que mascullar algo aunque no sea muy agudo. Es inútil mirar para otro lado fingiendo que no has visto a tu acompañante. Dos sujetos en pie, encerrados en un armario, no deben permanecer en silencio. Darse la espalda parece manifiesta grosería, y mirar fijamente las irregularidades cutáneas del vecino, cuando el cutis contemplado está a sólo 40 centímetros del nuestro, puede generar tensiones del todo insoportables.

        —Tiene usted una oreja muy interesante, señora…

        No. Decididamente por ese camino no se va a ningún lado.

        El problema se agrava cuando entre los compañeros de viaje hay una acusada diferencia de estatura. Uno puede encontrarse con su nariz a la altura de un esternón ignoto o notar que hay una calva reluciente al sur de su barbilla. Y es difícil iniciar un diálogo civilizado en tan incómoda situación.

        Por regla general, cuando me encuentro en el ascensor con un desconocido, suelo adelantarme a preguntar: "¿a qué piso va usted?" Y si me contesta que al decimoquinto (los edificios son cada vez más altos), me invade la melancolía. A veces saco las llaves del bolsillo y las examino con sumo cuidado como si no las hubiese visto jamás: las cuento, las recuento, las saco brillo... El recurso puede durar tres o cuatro pisos.

        Wenceslao Fernández Flórez escribió un librito titulado "Cuentos para leer en el ascensor". Claro que, en sus tiempos, los ascensores eran amplios, confortables y parsimoniosos. Además lucían unos asientos de terciopelo muy aptos para la lectura. Nada que ver con los actuales artefactos elevadores que, en el mejor de los casos, parecen cámaras frigoríficas donde se hielan las sonrisas o peligrosas cabinas espaciales, sin más adorno que un inmenso espejo en el que uno puede mirar de reojo, y con perspectiva, la nariz del compañero de ascenso.

Sin miramientos

        Hago estas consideraciones sociológicas para introducir la breve anécdota que me sucedió hace una semana en el ascensor del Centro Universitario Villanueva, de Madrid, donde trabajo.

        Me subo en la planta baja. Hay ya dos chavales dentro, un chico y una chica. El ascensor es estrecho y perezoso.

        —¿A dónde va?

        —Al quinto.

        Ella aprieta el botón, y las puertas se cierran lentamente con una especie de resoplido electrónico. Se hace un silencio de tres interminables segundos.

        —Bueno, ahí lo tienes… A ver qué haces ahora.

        Creo que la chica se llama Marta, pero no estoy seguro. Él trata de mirar para otro lado ante la provocación de su amiga y se tropieza con el espejo. Yo, de momento, no me doy por aludido: a lo mejor están hablando de otra cosa.

        —Déjame, tía.

¿Tiene un momento... ?

        Es evidente que Marta no es su tía, pero persevera como si lo fuese:

        —¿Qué tenías que decirle?

        Estamos a la altura del segundo piso. El chaval me mira pidiendo auxilio y yo le devuelvo una mirada de completa inocencia.

        —Quedamos en que te ibas a confesar… Aquí tienes al cura.

        Cuarto piso… El chico se enfada.

        —Oye, tía, que esto es un ascensor…

        Yo trato de intervenir en defensa del agredido, pero ella me interrumpe.

        —El confesonario es más o menos igual.

        Quinta planta. Se abren las puertas. Salgo el primero, y hago ademán de quitarme de en medio, pero es inútil. La chica agarra del brazo a su amigo y se dirige a mí como si me viera por primera vez.

        —Don Enrique, le presento a Manolo, que está deseaaaaaando hablar con usted. ¿Tiene un momento ahora mismo? Porque nosotros no tenemos clase.

        Manolo (supongamos que se llama así) y yo nos vamos al despacho. Le pregunto si Marta es su novia. Se encoge de hombros:

        —Ella dice que sí..., y ya ve: siempre consigue lo que se propone.