Lo guay
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

 

Dos mundos sin relación

        Cuando Mamen me dijo que "la misa es un rollo", me sentí viejo. Nunca había visto con tan dramática claridad mi irreversible condición de adulto en decadencia, distinto y distante de aquella pequeña e impertinente interlocutora.

        Acabo de llamarle pequeña. Pero tiene 14 años y no me tutea porque me resisto.

        Para Mamen, el Planeta se divide en dos hemisferios bien diferenciados: el hemisferio "divertido", también llamado "guay", y el aburrido, denominado rollo patatero, peñazo o plasta. Cualquier otro criterio de valoración no tiene, según parece, la menor importancia.

        Dentro del hemisferio guay (en plural "guaises"), Mamen incluye cientos de entes sin la menor relación entre sí: personas, animales, objetos, acontecimientos o actividades. Un pañuelo de colores, por ejemplo, puede ser divertido, igual que su prima Marta, su gato Mousse, la clase de informática, las hamburguesas, gritar hasta quedarse ronca o la Manga del Mar Menor. Por el contrario, la clase de lengua, los dinosaurios, la música de Mozart, el alpinismo, estudiar, la política y la comida china son rollos patateros.

        No busquéis una conexión lógica entre elementos tan heterogéneos. Opina el doctor Cabaleiro, mi más ilustre contradictor, que el adjetivo guay, tan próximo al ladrido originario, significa cosas muy distintas según a qué se aplique. Por tanto sólo sería cuestión de pobreza de vocabulario.

         Yo, sin embargo, estoy convencido de que hay más.

        A mi juicio, estamos asistiendo a la nacimiento de una nueva raza, tribu o subespecie humana. Después del hombre de Neardenthal, del hombre de Cromagnon, del homo sapiens, del homo faber (o trabajador) y del homo ludens (o juguetón), el siglo XX ha alumbrado al homo spectator (el hombre espectador), cuyo retrato es mérito del famoso antropólogo Heinz Kloster.

Un nuevo humano

        El homo spectator no suele tener más de dieciséis o dieciocho años, y supone como Calderón de la Barca que este mundo, al que acaba de llegar, es un gran teatro. Pero piensa que su lugar no está en el escenario, sino en el patio de butacas; que lo suyo no es representar un papel activo en la comedia de la vida, sino quedarse al margen para aplaudir o patear según los casos. Para este espécimen naciente somos los demás mortales –sobre todo los adultos– quienes tenemos la misión de entretenerlo, de divertirlo, para que el mundo resulte guay y no peñazo.

        Es inútil que tratemos de advertirle que también él (o ella) debe subir al escenario, y que más allá de lo divertido y lo aburrido, hay otros modos de catalogar la realidad. A mí, por ejemplo, me gustaría saber explicar a la buena de Mamen que la Misa que voy celebrar dentro de una hora no tiene que ser entretenida, ni monótona, porque no es un espectáculo, sino el acontecimiento más trascendental que hoy ocurrirá sobre la superficie de la Tierra; que, por tanto, no se trata de pasárselo bien, sino de penetrar en su sentido, de vivirla como si fuera la única, la primera o la última de nuestra vida.

        Pero esta mentalidad es contagiosa, y algunos padres y pedagogos parecen pensar que, en el fondo, el homo spectator tiene razón, que hay procurarle entretenimientos continuos para que no se enfade, para que aprenda algo y nos perdone la vida cuando crezca.

Dónde está el problema Uno piensa que es estupendo hacer divertidas las matemáticas, con tal de que lo que se explique siga siendo matemáticas; y que sean divertidos los colores, las fiestas, los amigos y las series de televisión. Pero, francamente, no comprendo cómo pueden serlo las oposiciones a notarías, las inyecciones intravenosas, los bocadillos de anchoas o las Óperas de Wagner.

        Hace tiempo asistí a una reunión de padres de familia para hablar de "la movida". Los asistentes parecían coincidir en que el metabolismo juvenil necesita liberar no sé que instintos salvajes todos los fines de semana, para resarcirse del hastío de los días laborables.

        Partiendo de esta convicción, aquellos padres de familia, buscaban "alternativas" al alcohol, el sexo o la droga, y me preguntaron mi opinión. Les dije que el problema no está en la movida sino en el cerebro de los semovientes. No hay alternativas para la estupidez.

        Tratemos de que los chicos y las chicas sean de otra manera; eduquémosles para que aprendan a vivir sin anestesia, sin huir de la realidad; para que no se nos obsesionen con el "pasarlo bien" a toda costa, y se comprometan con lo más serio y alegre de la vida: el trabajo, el amor, la solidaridad, la justicia… En resumen, que dejen el patio de butacas y suban a escena con nosotros, para descubrir que la auténtica alegría sólo se encuentra cuando se busca la felicidad de los demás y no la propia.

        Terminado el artículo, se lo enseño a Mamen.

        —¿Te gusta?

        —Es guay.

        —Me lo temía.