Llamadas perdidas
Enrique Monasterio
Un safari en mi casilla
Pensar por libre
Enrique Monasterio

 

 

Son gratis

        Mientras charlamos, Jorge juguetea con el teléfono que le han comprado este verano: un móvil diminuto y plegable con pantalla a todo color, conexión a Internet, cámara de fotos, radio y docenas de juegos.

        —Supongo que también servirá para hablar.

        Por un momento Jorge piensa que se lo pregunto en serio.

        —¡Pues claro, joé…!

        Luego se ríe como si la cosa tuviese muchísima gracia.

        De pronto el aparatito se pone a vibrar sin emitir sonido alguno y se detiene en un par de segundos.

        —Es una amiga mía. Se pasa el día mandándome llamadas perdidas…

        —¿Para qué?

        —Bueno, generalmente para decir que se acuerda de mí y todo eso.

        —¿Y tú le respondes?

        Jorge sonríe.

        —A veces le doy otro toque y ya está.

        —Y os sale gratis…

        —Eso es lo bueno. Este verano ella estaba en Málaga y yo en Santander. El día de su santo hablamos por teléfono, pero el resto del tiempo nos comunicábamos con "llamadas catalanas", como dice mi madre.

        —Ya. ¿Y ahora tu amiga está en Madrid?

        —Está aquí mismo, en la planta tercera, haciendo un examen. Habíamos quedado en que si las preguntas eran fáciles me daría un timbrazo y si eran difíciles, dos.

        —¿Y…?

        —Ha sonado sólo una vez…

Viene a ser más de lo mismo

 

        Me presta el teléfono. En la pantalla está el nombre de la chica que ha hecho la última llamada: es Nuria, una alumna del Centro a la que conozco muy bien.

        —¿Estáis saliendo?

        —Bueno…, de momento nos comunicamos. Estamos en el siglo de la comunicación, ¿no le parece?

        —Siempre nos hemos comunicado. Cambian las formas, pero en el fondo…¿has oído hablar, por ejemplo, del lenguaje de los abanicos?

        —No

        —Tu bisabuela posiblemente fue una gran experta. En sus tiempos, con el aleteo de un abanico podían abrirse o cerrarse puertas, se decía que sí o que no; y se expresaba enfado, alegría, tristeza, soledad. O se llamaba a alguien desde la otra esquina del salón…

        —Prefiero el aire acondicionado al abanico…

        —Y no digamos nada, con un ramo de flores. No era lo mismo regalar una rosa roja que un crisantemo, supongo…

        Jorge se ríe.

        —Pues yo le regalé un cactus a Nuria. Espero que no sepa nada de ese lenguaje…

        —De todas formas, reconocerás que el idioma de las llamadas perdidas es un poco más elemental. No parece fácil matizar a base de timbrazos.

        —No crea. Es cuestión de ponerse de acuerdo. Mi amiga y yo tenemos algunas claves según el número y la frecuencia de las llamadas… Además, tiene sus ventajas. Yo llevo el teléfono aquí, en el bolsillo de la camisa, y, cuando me llama Nuria, vibra a la altura del corazón y sólo yo me entero.

        —…y te encanta.

        —Mola.

En otro plan

        Por un momento Jorge se me ha puesto casi colorado, y yo trato de cambiar de tema, sin perder de vista las vibraciones telefónicas.

        Habíamos empezado a charlar sobre el estudio y sobre el modo de mantenerse en presencia de Dios cuando uno está enfrascado en los libros…

        —De vez en cuando –le digo– puedes mandar a la Virgen una "llamada perdida". Basta con mirar una imagen que tengas delante. Esa mirada vibrará en su corazón, y sabrá que estás pensando en Ella.

        —¿Aunque no le diga nada?

        —Bueno…, puedes añadir un piropo. Pero, en cualquier caso, si te acostumbras a hacerlo, verás cómo la Virgen contesta. Esas llamadas perdidas nunca se pierden del todo. ¿Te parece bien el plan?

        —Mola.

        (Un día de estos habrá que hacer un estudio de campo entre el personal adolescente para averiguar los distintos significados del verbo defectivo "molar").