La Tribu danone no quiere crecer
Rocío celebra su cumpleaños en pleno mes de agosto. Diecisiete le han caído este verano, y sus amigas han organizado una fiesta. Pero ella está triste.
Enrique Monasterio
Mundo Cristiano
Pensar por libre
Enrique Monasterio

 

 

 

Por ambas partes

        —Yo es que no quiero ser mayor –me contesta cuando la felicito–. Prefiero estar siempre en tercero de bup, que es mucho más guay…

        Es el "complejo de Peter Pan". Yo siempre pensé que se trataba de un síndrome pintoresco que afectaba a una minoría de adolescentes. Sin embargo el mal empieza a ser epidémico. Ya son legión los chicos y chicas que no quieren crecer.

        Rocío pertenece a ese colectivo urbano acomodado y lustroso que definí en esta misma página hace algunos meses como "la tribu Danone". Por cierto que aquel artículo, lejos de crearme enemigos, cayó bien entre los integrantes de la tribu y hasta me animaron a seguir metiéndome con ellos. Y es que los niños Danone son gentes de buen conformar, respetuosos con los ancianos y amantes de la naturaleza.

        Rocío, además, es inteligente, guapa y moderadamente rica; viste con buen gusto, y luce una sonrisa encantadora y una mirada entre ingenua y perversa. Dicen las malas lenguas que en casa es un poco bicho, que se pelea con todos y que no conviene llevarle la contraria; pero viéndola en el cole nadie lo diría.

        —A ver…, ¿para qué quiero ser mayor? –me interpela–.

        Oír estas cosas produce a los adultos una falsa ternura contra la que conviene estar prevenidos. Y es que en el fondo tampoco a los viejos nos hace gracia que crezcan los niños. Querríamos verlos siempre pequeños para hacernos la ilusión de que el tiempo no pasa y seguimos siendo jóvenes.

        Cuando los chicos descubren en sus padres este punto flaco, los someten a un descarado chantaje emocional:

Objetivos a corto y medio plazo

        —Mi hija es un encanto –contaba Marta–. ¿A que no sabéis lo que me dijo ayer?: "mira, mamá: yo quiero ser siempre pequeñita para no separarme nunca de vosotros". ¿No es una monada?

        La niña tiene 15 años y es una consumidora compulsiva de culebrones americanos y chocolate suizo. Lleva una carpeta estampada con fotos de chicos musculosos y gasta entre tres y cinco mil pelas los fines de semana, cuando sale con Borja. Pero, con semejante preámbulo, seguro que obtuvo una paga extra de su derretida madre.

        Rocío es otra cosa:

        —Pero…, querrás ser libre, vivir tu propia vida –le digo–.

        —Ya soy libre –contesta–. Tengo lo que necesito, y si quiero algo más, papá me lo compra.

        Luego me cuenta que ella es una buena chica, que está de acuerdo en someterse a un horario, y que no aspira a más libertades de las que ya posee.

        Rocío, como todos los de su tribu, piensa que está en el mundo sólo para pasárselo bien. La han educado en la convicción de que no es razonable pretender otra cosa. La vida es como un escaparate del que uno elige con libertad lo que más le apetece; o como una maleta que hay que llenar con tres mil o cuatro mil fines de semana, a base de Borjas, cocacolas, música a tope, y risas tontas de madrugada.

        —No se pase… También me gustan otras cosas.

        —Por ejemplo…

        —No sé. El campo, hablar con las amigas, la playa, comprarme ropa divertida…

Si los padres ...

        —¿Y hacer algo por los demás no? Estarás de acuerdo en que la libertad debe servirnos para dejar una huella en el mundo; para aprender a ser personas aportando trabajo, imaginación y espíritu creador en la construcción de la sociedad; para luchar por algo que valga la pena… Y para fundar una familia. Y aprender a amar… En definitiva, para ganarnos el cielo…

        Rocío me mira fascinada. Ella ha aprendido a soñar con una libertad pasiva, sin músculos, ni ideas, ni metas, ni proyectos. Pero sabe que tengo razón, y ya ha empezado a tomar decisiones grandes y valientes que le ayudarán a crecer.

        Gema, otro ilustre miembro de la misma tribu, se me acercó cojeando, con la cara quemada y el gesto descoyuntado:

        —No sé qué me pasa. Siempre he odiado el monte. Pero ayer hice una excursión agotadora a la sierra por puro amor propio. ¿Será soberbia?

        —¿Soberbia? No. Eso es el apetito irascible.

        —El ¿qué?

        —Así lo llamaban los clásicos. Es la pasión que nos lleva a luchar por alcanzar metas arduas, difíciles y atractivas.

        —¿Y eso no es malo?

        —¡Es estupendo! Por ahí se empieza a crecer.

        Claro, que para fomentar en los chicos esas ambiciones, habría que empezar por los adultos, que no somos inmunes al síndrome de Peter Pan. El Planeta está lleno de viejos inmaduros, de niñoides grotescos, hijos del hedonismo: son los padres Bimbollo de los niños Danone.

        De los que habrá que hablar otro día, por supuesto.