La merienda de Pomito
Una historia de rebeldía reprimida que terminó mal.
Arturo Guerra
Cómo acertar con mi vida
Juan Manuel Roca

        Pomito era un niño de nueve años. Todos le llamaban Pomito porque, con el correr de los años, el uso y la costumbre se habían encargado de cristalizar este cariñoso derivado de su nombre oficial que era Nepomuceno.

        Pomito era un niño como todos. Sólo una curiosidad –más bien anecdótica– le distinguía de sus amiguitos. Y es que Pomito no era exageradamente aficionado a los dulces ni a las gomitas ni a las chucherías. Las tomaba, sí, pero sin la fruición ni la asiduidad propias de sus compañeritos. Mientras que una mamá de un niño común y corriente tiene que estar recordando a su preciosísimo y queridísimo hijo que no debe tomar demasiados caramelos, en el caso de Pomito su mamá tenía que insistir en que no se olvidara de tomar cosas dulces.

        Y no sólo se lo decía sino que le ayudaba a concretar este deber. Además de ponerle una buena cucharada de azúcar en el batido de chocolate de la mañana, y de untarle mermelada en el último trozo de pan, la mamá de Pomito, como reloj, ritualmente, a las cinco y diez de la tarde, hora del final de la merienda-guerra de sus cinco hijos, le entregaba casi solemnemente a Pomito en las manos, un dulce. Pomito sabía que su merienda –más bien salada– terminaba con el toque dulce del clásico caramelo envuelto en ese celofán tan ruidoso a la hora de la desenvoltura. Pomito no tenía problemas en consumirlo. De hecho, ya se había acostumbrado, era parte de su vida, y hasta había llegado a encontrarle cierto gusto. En el fondo agradecía tan amorosa solicitud materna. Tanto era así que un buen día en que su mamá se despistó –cosa rarísima– Pomito le recordó a las 5:11 que de algo se estaban olvidando. Aquella vez, su mamá, abrazándolo, le dio un poderoso y sonoro beso y le dijo que como premio le daría doble dulce. Pomito respondió que no era para tanto.

        Pomito también se entretenía en adivinar el color del dulce de turno antes de abrirlo, pues aunque la envoltura era exactamente igual en todos los casos, una vez despojada, aparecía un dulce azul o verde o rojo o amarillo o violeta o... El procedimiento de adivinación que usaba Pomito consistía en observar con detenimiento el dulce a la luz del foco del techo. Para mejorar todavía más sus predicciones, había convencido a su papá de que en el techo se pusiera un foco de 100 watts (40 más que el anterior). No obstante, aun con la mejora tecnológica, el sistema de Pomito no alcanzaba todavía la perfección, pues de cada siete predicciones acertaba, en promedio, una. De todos modos, Pomito no se daba por vencido y calculaba que cuando cumpliera los quince años, el método estaría tan afinado que acertaría por lo menos seis de siete. A veces competía con su hermana mayor, quien sin ningún método ni sistema solía acertar, en promedio, tres de siete. Pomito se imaginaba que su hermana tan inteligente debía dominar alguna secreta táctica escrita en algún viejo y misterioso libro.

        Cuando Pomito cumplió los doce años, su mamá le dijo que a partir de ese día, ella ya no le daría el dulce, pues ya no hacía falta, porque se estaba haciendo mayor y convenía que él asumiera en primera persona la responsabilidad. A Pomito le pareció muy buena idea, y desde entonces –también gracias al hábito que ya poseía– se encargó él mismo de suministrarse puntualmente el dulce cotidiano.

        Pero cuando Pomito tenía ya 13 años avanzados –es decir, aproximadamente un año y medio antes de cumplirse sus previsiones concernientes a la total precisión de su sistema predictivo– una buena tarde en la que observaba un dulce más a la luz del poderoso foco, se preguntó el por qué profundo de su dieta caramélica. Ciertamente Pomito recordaba los argumentos que su papá le había explicado más de alguna vez, sobre todo aquel de "Pomito, nuestro cuerpo necesita azúcares, si no se los damos, nos puede pasar lo mismo que a un coche que se queda sin gasolina a mitad de camino", pero Pomito quiso ahondar en el asunto.

        Fue entonces cuando decidió hablar con un tío suyo que era médico, a quien él estimaba mucho y le preguntó sobre el lado científico de las necesidades de azúcar en el organismo humano. Su buen tío, adaptando el lenguaje químico-biológico a la mente de un adolescente de 13 años, trató de explicarle cómo el organismo convierte los azúcares en energía, y cómo para las células, la cuestión de los azúcares es una cuestión de vida o muerte. A Pomito, aquello le pareció muy convincente, pero quiso contrastar sus fuentes.

        Así que Pomito, un día en el que accidentalmente se encontraba en el lugar más desconocido de toda escuela, es decir la biblioteca, se topó con una enciclopedia de siete volúmenes, especializada en azúcares. De todo lo que leyó –más bien poco– y de lo que pudo entender, le quedó claro que efectivamente el organismo humano necesitaba de los azúcares para hacer bien su trabajo.

        Pero, entonces..., Pomo se imaginó que muy posiblemente aquella enciclopedia no era la única en el mundo y que, en beneficio de la duda, no había que cerrarse a la posibilidad de que estuviera equivocada.

        Entonces Pomo habló del tema con uno de sus amigos. Éste le recomendó en una frase lapidaria que si no le daba la gana tomarse el dulce que abandonara de inmediato la práctica. A Pomo le pareció muy razonable tan valiente propuesta de ejercicio de la libertad personal.

        Así que Pomo, el lunes de la semana siguiente, por primera vez en su vida, a la hora de la merienda, en vez de tomarse el dulce, lo escondió en su mochila. Sabía que el martes a primera hora tenían clase de biología y que les tocaba práctica de laboratorio. Ahí Pomo sacó el dulce de su mochila y preparó minuciosamente una muestra que colocó bajo la científica mirada de la lente del microscopio. El tejido dulce le pareció más bien desagradable y ello le hizo sospechar aún más. Además, cuando en la clase de química vio en su libro la fórmula de una molécula de azúcar, se le hizo aquello tan intrincado que dudó seriamente de las bondades de los azúcares.

        Otro día, mientras Pomo navegaba por Internet, fue a parar –quién sabe cómo– con la página web de la GHA (siglas en inglés de la Asociación de Odiadores de la Glucosa). Con este espectacular hallazgo, el corazón de Pomo palpitaba agitadamente. En cuestión de media tarde se devoró hasta la letra pequeña del portal. Pomo disfrutó especialmente un largo manifiesto de uno de los miembros más activos de la organización en el que vertía toda su furia contra la glucosa, sin ahorrar ningún juvenil epíteto. Pomo se sintió todavía más identificado cuando vio el logotipo: un dulce envuelto en celofán, dentro de un grueso círculo rojo con una franja transversal del mismo color, que barraba el dulce.

        Pomo entonces comenzó a plantearse seriamente si aquello de la dieta del dulce no era algo más bien impositivo. Pensó incluso en que su mamá durante muchos años había estado ejerciendo sobre él unos niveles de autoritarismo preocupantes. Que había estado atrapado en un modelo conductual basado en mitos arcaicos. Lamentó también el largo período en que había reprimido una aversión sana y natural. Se sintió víctima de un lavado de cerebro y acomplejado en sus facultades...

        Actualmente, Pomo está a punto de cumplir los quince años. Ya no es el mismo. Se le ve débil, muy pálido. Ha perdido peso. Se cansa enseguida. Su sonrisa de siempre se va desdibujando.

        Pero Pomo dice que se siente maduro. Que por fin han dejado de ofender su adulta conciencia. Que ya no vive subyugado por imposiciones tan ancestrales como irracionales. Que por fin se está autoconstruyendo y autorrealizando. Que lo suyo es la valentía del que va contracorriente. Que los tiempos son otros. Que hay que experimentar nuevas vías. Que era necesario romper con la edad de la caverna. Que debía ensanchar los horizontes de su libertad. Que debe seguir luchando por la instauración de una sociedad postmoderna que logre imponerse con la fuerza de sus razonables argumentos a esa desfasada cultura dulzoide, fanática, hipócrita y petrificada... Estos y otros argumentos son los que Pomo intercambia en las largas sesiones virtuales de trabajo con sus colegas de la GHA.

        Mientras tanto, todos los días, a las 5:10 de la tarde, hora en que nunca está Pomo en casa, la mamá de Pomito calla, llora, reza, espera...