La confianza
Enrique Monasterio
Mundo Cristiano
Pensar por libre
Enrique Monasterio

 

 

 

 

 

 

De confiar y fiarse

        Pongamos que se llama Diego. Tiene 17 años y es una especie de gigantón de mirada plácida. Cuando entré a dar la clase, se me sentó a un metro de distancia, pero no levantó la cabeza ni una sola vez. Con las manos aferradas a un bolígrafo amarillo y una hoja en blanco sobre la mesa, parecía ajeno al barullo que yo mismo trataba de provocar entre los alumnos.

        Al terminar, mientras salíamos del aula, me dirigí a él.

        —Estás muy serio…

        —Es que soy así –contestó sin darme la menor oportunidad de continuar el diálogo–.

        Media hora más tarde, lo vi en el pequeño jardín que nos permite respirar en los descansos. Al verme esquivó la mirada.

        —¿Tienes algún problema…? (Silencio absoluto). A lo mejor puedo ayudarte…

        Levantó la cabeza, y dijo:

        —Cuando tenga confianza.

        Al día siguiente coincidimos en la puerta.

        —¿Qué...? ¿Ya tienes confianza?

        —Todavía no…

        Por fin vino a mi despacho. Llevaba en el brazo uno de esos cascos de motorista que ocultan el rostro como el yelmo de las viejas armaduras.

        Me dijo que siempre ha sido desconfiado, porque "si uno va por ahí contando su vida, pueden clavarte un cuchillo en la espalda."

        —¿Y tú también vas así? –le pregunté–.

        —Así…, ¿cómo?

        —Traicionando a los que se fían de ti.

        —No, yo no...

        —Menos mal. Porque también yo soy de fiar.

Ver sin ser visto

        Diego, gracias a Dios, es mucho mejor de lo que él piensa. En el fondo, es cordial, cálido y casi transparente. También una miaja tímido; quizá por eso se encuentra a gusto dentro del casco de motorista.

        —¿Se llevan todavía esas gafas de espejo que ocultan por completo los ojos del que te mira?

        —Sí, molan bastante…

        —Pero a que te sientes incómodo cuando hablas con alguien que las lleva puestas…

        —Sí, un poco.

        —Esas gafas son la imagen perfecta de la desconfianza. El desconfiado quiere ver sin ser visto. Antes de entregarse necesita "catar" a los demás, como si los hombres fuesen melones; va por la vida con el casco puesto y la visera caída para poder mirarlo todo sin que te devuelvan la mirada.

        Diego insiste en que eso es precisamente lo que hay que hacer.

        —Pero ¿no hablarás así con tus amigos…?

        —No. Pero tampoco puedo ser amigo de todo el mundo.

        Habíamos llegado al centro de la cuestión. La confianza y el amor. Y nos explayamos a gusto.

Amor y confianza

        Convinimos en que confiar es dejar algo en manos de otro sin miedo a perderlo. Es evidente que, cuanto más valioso sea lo que se entrega, mayor confianza se necesita. Y, cuando no se trata de un objeto material, sino de la propia intimidad, confiar y amar se convierten en sinónimos.

        Quiero decir que el amor es, por definición, entrega de uno mismo, y comporta siempre un riesgo colosal. Por eso sólo a Dios se le ama de forma absoluta y se le confía todo, mientras que el amor al prójimo y la confianza en él han de ser relativas. Según el mandato divino, hay que fiarse de los demás tanto como de uno mismo…, o sea, no demasiado.

        El problema es que vivimos en un mundo duro. A muchos chicos se les educa, no para amar a los demás, sino para desconfiar por principio del prójimo y de sus intenciones. El "no te fíes ni de tu padre" parece ser norma fundamental de muchos formadores, que tratan de vacunar a los más jóvenes contra un amor demasiado universal e ingenuo. De hecho, hasta la misma palabra "ingenuidad", que debería expresar un ideal deseable, viene cargada de evocaciones negativas: ingenuos son sólo los niños y los idiotas.

Con la adolescencia

        A mí me gustaría saber convencer a Diego –y convencerme yo mismo– de que los cristianos hemos de romper ese círculo vicioso de recelos mutuos. Vale la pena dejarse seducir por la ingenuidad que tienen también los santos, que no es infantilismo ni estupidez, sino sabiduría. Los santos confían mucho porque aman mucho. Y creen en los hombres como Dios mismo cree en ellos.

        Cuando llega la adolescencia, los chavales se repliegan sobre sí mismos; descubren su mundo interior lleno de miserias y de grandezas, y nacen los complejos, los ideales más descabellados, las angustias y una necesidad imperiosa de ser comprendidos, escuchados y amados, de abrir el corazón. Pero tienen miedo…, desconfían.

        —Claro –me interrumpe Diego–. Te pueden dar una cuchillada.

        —Menuda perra has cogido tú con la cuchillada... Mira, Diego, no importa. Esas cuchilladas, si llegan, son como las picaduras de algunos insectos. Duelen a quien las recibe, pero el insecto muere… Y no hay peor puñalada que desconfiar de alguien que jamás ha manejado un cuchillo