Pensar en el Cielo
Juan Manuel Roca
Cómo acertar con mi vida
Cómo acertar con mi vida
Juan Manuel Roca

        Cuentan que, durante un viaje en funicular, cuando estaban a punto de alcanzar la cima, viendo la impresionante caída que tenían debajo, una señora le preguntó al conductor:

        —Oiga, ¿qué ocurriría si se rompiese el cable?

        —Pondríamos enseguida los frenos. –contestó el conductor.

        La señora, que seguía preocupada, insistió:

        —¿Y si los frenos no funcionasen?

        —Tranquila, señora, tenemos doble freno de seguridad.

        La señora, todavía no satisfecha, continuó preguntando:

        —¿Y a dónde iríamos a parar si tampoco éstos respondiesen?

        —Pues al cielo o al infierno, señora, según los méritos de cada uno.

        El conductor, dentro de su guasa, tenía bien claro que la vida del hombre no termina en la tierra, y que estamos siempre en las manos de Dios aunque no podamos tener absolutamente aseguradas todas las eventualidades.

        En una ocasión, San Pedro, que se había empezado a preocupar por su futuro al ver la tristeza del Señor cuando se refirió a los que no quieren ser generosos y desprendidos en esta vida, le preguntó, en nombre de todos los apóstoles: "Señor, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué será de nosotros?". La respuesta de Jesús –que ya conocemos– les confirma en su generosidad: el Señor les promete el ciento por uno en esta vida y la vida eterna (Mt 19, 29). Pensar en el premio que Dios tiene prometido a los que les son fieles no es egoísmo. Al contrario, esa consideración enciende nuestra esperanza, que es la virtud propia del caminante, la que le lleva a esforzarse y a perseverar en el camino porque le hace entender que vale la pena.

        Impresiona visitar las Catacumbas de San Calixto en Roma. Es un cementerio cristiano, pero allí no aparece la palabra muerte, y es que aquellos primeros cristianos vivían, con toda naturalidad, afincados en la certeza del Cielo. Nuestra vida tiene sentido porque existe la muerte, es decir, el Cielo para siempre. Para el cristiano la muerte no es tristeza, es vida, la verdadera Vida, es ser vivido, tomado, habitado y señoreado por nuestro Padre Dios.

        Esa es la realidad de nuestra vida. Toda nuestra vida es una participación misteriosa de la eternidad de Dios que está llamada a consumarse en el Cielo, y debemos vivir ya aquí en la tierra como si fuera un Cielo, con esperanza de Cielo.

        La esperanza del Cielo llenará de alegría nuestro camino, aun en medio de las dificultades. Imitaremos así a los Apóstoles, que "sacaron tanto provecho de la Ascensión del Señor que todo cuanto antes les causaba miedo, después se convirtió en gozo. Desde aquel momento elevaron toda la contemplación de su alma a la divinidad sentada a la diestra del Padre y ya no les era obstáculo la vista de su cuerpo para que la inteligencia, iluminada por la fe, creyera que Cristo, ni al descender se había apartado del Padre, ni con su Ascensión se había apartado de sus discípulos" (S. León Magno, Serm. 74).

        Con facilidad se olvida que el opus magnum, la obra grandiosa del Cristianismo no es un crucificado vencido, sino un resucitado vencedor, que nos llama a vencer y a resucitar. Por Él, con Él y en Él, nuestra vida no se pierde, se transforma.

        En Lourdes, la Virgen María recordó al mundo que el sentido de la vida en la tierra es su orientación hacia el Cielo. La tierra no es la fase definitiva de nuestra historia. En el Cristianismo todo tiene importancia, porque en esta vida elegimos lo que vamos a ser para siempre. La vida eterna será un reflejo de lo elegido por nosotros en este mundo.

        "Entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: Tempus breve est, ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar" (J. Escrivá, Amigos de Dios, n. 39).

        San Pedro nos anima: "vivid de tal manera que hagáis cierta vuestra vocación y elección" (2 Pe 1). La vocación, como hemos visto, depende en buena parte, misteriosamente, de nuestra libertad: podemos hacer cierta la llamada de Dios configurando nuestra vocación con nuestra respuesta libre, queriendo hacer de nuestra vida lo que Dios, desde toda la eternidad, ha querido para nosotros. Si somos generosos y fieles en nuestra vida, nos haremos capaces de recibir el mayor don: Dios mismo, que se nos dará ya plenamente tras la muerte, colmando todas nuestras ansias de amor, de bien, de felicidad.

        En un pequeño gran libro de José Pedro Manglano y Mikel Santamaría (¿Sigue vivo Dios?) Se explica cómo nos cuesta hacernos cargo de la felicidad que supone el Cielo. Para atisbarlo se imaginan la felicidad y el asombro que provoca en la persona enamorada la mirada de la persona que le ama. Cuando uno descubre esa mirada, se sorprende y se entusiasma.

        Hay algo de absoluto, algo demasiado grande en el amor verdadero, que nos hace sentir que no somos dignos de él (el que se cree digno es que no ha descubierto que ese amor es posible precisamente porque somos imagen y semejanza de Dios). Pues si una mirada de amor sorprende y entusiasma, imaginemos lo que será la mirada de Dios que nos dice que está enamorado de nosotros, que se nos entrega entero. Un Dios que ha sido capaz de crear millones y millones de seres que son capaces de enloquecer de amor a otros tantos. Pues esa mirada y ese cariño son lo que vamos a experimentar en el Cielo... ¡Viviremos, para siempre, borrachos de amor! ¡Vale la pena!

        Hace tiempo leí en la revista Palabra (n. 359, 1994) unas palabras que se atribuían a San Josemaría. Son de tal belleza que me parece oportuno traerlas aquí. Dicen así: "Cuando te vea por primera vez, Dios mío, ¿qué te sabré decir? Callado, esconderé mi frente en tu regazo... y lloraré, como cuando era niño. Tus ojos mirarán todas mis llagas... te contaré después toda mi vida... ¡aunque ya la conoces! Y Tú, para dormirme, lentamente me contarás un cuento que comienza: Érase una vez un hombrecillo de la tierra... y un Dios que le quería con locura...".