Luz del mundo

Juan Manuel Roca
Cómo acertar con mi vida
Cómo acertar con mi vida
Juan Manuel Roca
        San Francisco Javier, en una carta a San Ignacio, advierte de la responsabilidad apostólica que tenemos los cristianos: "Muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes por no haber muchas personas que se ocupen. Muchas veces me mueven pensamientos de ir a los estudios de esos lugares, dando voces, como hombre que ha perdido el juicio, y principalmente a la universidad (...) diciendo a los que tienen más letras que voluntad para sacar fruto de ellas: ¡cuántas almas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos! Y así como van estudiando en letras, si estudiasen la cuenta que Dios les pedirá por ellas, y del talento que les ha dado, muchos de ellos se moverían poniendo medios y ejercicios espirituales para conocer y sentir dentro de sus almas la voluntad divina, adecuándose más con ella que con sus propios gustos, diciendo: aquí estoy Señor, ¿qué debo hacer?".

        Esto vale para la vocación sacerdotal, para la vocación religiosa y para la llamada misionera; pero también para los cristianos corrientes. Cristo nos llama porque quiere necesitarnos para continuar su misión en el mundo y nos ha confiado a cada uno un sitio concreto para hacerse presente ahí. Ser un cristiano normal no es un dato estadístico: no significa que soy un cristiano corriente porque Dios no tiene nada especial que encargarme, sino que estoy en medio del mundo porque Dios me ha llamado a realizar la misión de Cristo en el mundo, siendo este mi modo de ser cristiano. Ser un cristiano corriente es la forma de ser cristiano de aquel que ha de ser santo en las circunstancias corrientes. Si en algún sitio te parece que no tiene sentido dar testimonio cristiano, que Cristo no pinta nada ahí, que está fuera de lugar, es que tú, como cristiano, tampoco tienes nada que hacer ahí...

Dios quiere necesitar de nosotros

        Las palabras de Jesús tienen hoy la misma fuerza y novedad que hace dos mil años: "Vosotros sois la sal de la tierra (...) vosotros sois la luz del mundo (...) Que vuestra luz brille ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt 5, 13-16).

        Es impresionante pensar que podemos ser necesarios a Dios para ayudarle a que todos los hombres se salven, sean felices eternamente. El Papa Juan Pablo II lo recordaba así a los jóvenes: "(Cristo) Hoy os llama para ser sal y luz del mundo, para escoger el bien, vivir en la justicia, para convertiros en instrumentos de amor y paz. Su llamada siempre ha exigido una elección entre lo bueno y lo malo, entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte (...) ¿Qué llamada seguirán los centinelas de la mañana? Creer en Jesús es aceptar lo que él dice, aunque esté en contra de lo que otros digan. Significa rechazar las solicitudes del pecado, por más atractivas que parezcan, siguiendo la exigente senda de las virtudes del Evangelio. Jóvenes que me escucháis: ¡contestad al Señor con corazones fuertes y generosos! Él cuenta con vosotros. Nunca lo olvidéis: ¡Cristo os necesita para llevar a cabo su plan de salvación! Cristo tiene necesidad de vuestra juventud y de vuestro generoso entusiasmo para hacer resonar su proclamación de alegría en el nuevo milenio. ¡Responded a su llamada poniendo vuestras vidas al servicio de vuestros hermanos y hermanas! Confiad en Cristo, porque él confía en vosotros" (Jornada Mundial de la Juventud, Toronto, julio de 2002).

        La conversión del mundo pasa necesariamente por la unidad con Cristo, por nuestra santidad, por nuestra conversión. Es San Marcos el que relata: "y eligió a doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar" (Mc 3, 14); y el mismo evangelista narra al final de su Evangelio: "ellos partieron y predicaron por todas partes mientras el Señor obraba junto a ellos y confirmaba la palabra con los prodigios que la acompañaban" (Mc 16, 20): estar con Él y ser enviado son dos dimensiones de la vida cristiana, del apostolado, que se dan siempre simultáneamente. "Los cristianos -decía Juan Pablo II en otro momento de esa misma Jornada- no pueden dejar de sentir en sus corazones el orgullo y la responsabilidad de su llamada a ser testigos de la luz del Evangelio. Precisamente por este motivo, os digo esta tarde: ¡que la luz de Cristo brille en vuestras vidas! ¡No esperéis a tener más años para adentraros en el camino de la santidad! La santidad siempre es juvenil, de la misma manera que la juventud de Dios es eterna. Comunicad a todas las personas la belleza del encuentro con Dios que da sentido a vuestra vida".

Testigos fieles de la verdad

        La misión cristiana nace de un mandato específico, de un encargo que Cristo nos hace: "Como Tú me has mandado al mundo, así los he enviado yo al mundo" (Jn 17, 18). La misión de Jesús en el mundo se prolonga en la de sus apóstoles y, en comunión con ellos, en la de toda la Iglesia, que cada cristiano recibe personalmente al ser bautizado y confirmado. Por eso, el discípulo de Cristo no puede no profesar su fe ante los hombres, sus iguales, en toda su integridad y total radicalidad. No puede desvirtuar el contenido del Evangelio convirtiéndolo en una ética de ideales meramente humanos. Ser fiel a la verdad del Evangelio constituye el signo de identidad en un mundo materializado y paganizado.

        El cristiano, testigo de Cristo ante los hombres, ha sido llamado a manifestar sin miedos ni respetos humanos la Verdad. Este testimonio de la Verdad es hoy más necesario que nunca, en un momento de la historia en que tantos huyen de la verdad para esconderse en su subjetivismo egoísta, diluyen los valores cristianos en el relativismo escéptico. Con cuánta frecuencia el cristiano consecuente es encuadrado como antiguo, intolerante o exagerado, cuando no "políticamente poco correcto". El mundo, que rechaza la verdad porque es exigente y no se deja domesticar, llama intransigente a la fidelidad, y enemigo de la libertad al que no está dispuesto a dar el mismo valor a la verdad y a la mentira.

        No hay que tener miedo por eso (cfr. Mt 10, 31). Por dar testimonio de la Verdad, Cristo mismo fue signo de contradicción y fue llevado a la Cruz. Y para que nadie se asustara, nos advirtió bien claramente que "no es el discípulo mayor que su maestro" (Mt 10, 24), y nos avisó de muchas maneras: "todos os odiarán por mi causa, pero quien persevere hasta el final se salvará" (Mt 10, 18). Pero, al mismo tiempo, nos confortó con sus promesas: "al que me confiese delante de los hombres, Yo le confesaré delante de mi Padre" (Mt 10, 32); "Dichosos vosotros cuando os insulten, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa" (Mt 5, 11); "Id, pues y haced discípulos a todos los pueblos (...) Yo estoy con vosotros" (Mt 28, 19-10). Vale la pena ser testigos fieles del Señor, porque gracias a eso muchos se encontrarán con Él y tendrán la Vida: "El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe a mí, recibe al que me ha enviado" (Mt 10, 40).

        "En una montaña cercana al lago de Galilea, los discípulos de Jesús escuchaban su voz dulce y apremiante: dulce como el paisaje mismo de Galilea, apremiante como una llamada a escoger entre la vida y la muerte, entre la verdad y la mentira. El Señor pronunció entonces palabras de vida que estarían llamadas a resonar para siempre en el corazón de los discípulos. Hoy os dirige las mismas palabras, jóvenes (...) ¡Escuchad la voz de Jesús en lo íntimo de vuestros corazones! Sus palabras os dicen quién sois en cuanto cristianos. Os muestran lo que tenéis que hacer para permanecer en su amor. Jesús ofrece una cosa; el espíritu del mundo ofrece otra (...) ofrece muchas ilusiones, muchas parodias de la felicidad. Sin duda las tinieblas más espesas son las que se insinúan en el espíritu de los jóvenes, cuando falsos profetas apagan en ellos la luz de la fe, de la esperanza y del amor. El engaño más grande, el manantial más grande de la infelicidad, es la ilusión de encontrar la vida prescindiendo de Dios, alcanzar la libertad excluyendo las verdades morales y la responsabilidad personal. El Señor nos invita a escoger entre dos caminos, que están en competencia, para apoderarse de vuestra alma" (Juan Pablo II, Homilía en la Jornada Mundial de la Juventud, Toronto, julio de 2002).

El realismo del verdadero idealista

        Con frecuencia, quien se propone vivir coherentemente su fe, oirá que sus amigos le advierten que es demasiado idealista, y quizá le animarán a ser más realista. El auténtico seguidor de Cristo no es ni idealista ni realista, en el sentido corriente de esos términos, porque su corazón abarca y comprende simultáneamente ambas definiciones. Ordenar la propia vida sobre las virtudes cristianas supone una constante superación de la realidad -de lo que muchos realistas de corto alcance consideran la realidad-, pues no es posible vivir de la fe si se permanece aferrado a las realidades tangibles; y, a la vez, es preciso que nuestro amor, nuestro ideal, sea más fuerte que todos nuestros egoísmos: por eso tiene que ser un ideal que sepa encarnarse en lo concreto, que impregne realmente las realidades más inmediatas de nuestra vida real. El cristianismo es una religión para este mundo. Como dice certeramente un autor: urge hablar y redescubrir la vida ascética. Los sentimientos han de ser sustituidos por los compromisos, las buenas intenciones por las buenas obras y las grandes palabras por las grandes virtudes (I. Riera Fernández).

        No querrá empeñar su vida siguiendo la llamada de Jesucristo al apostolado quien viva pendiente de contar siempre con el aplauso del mundo: hay que contar con la incomprensión y hasta con el rechazo; pero también hay que contar con que lo que verdaderamente necesita cada hombre, cada mujer, aun sin saberlo, es a Cristo. Cada uno ha sido creado para su Amor, y fuera de Él sólo encuentra insatisfacción. El corazón de cada persona ansía -tantas veces en secreto- la verdad, la posibilidad de fiarse, por fin, del amor, sin cautelas y sin traiciones, la claridad y el sosiego de la mirada de Jesús, y cuando la encuentra, la reconoce: se da cuenta de que es eso lo que buscaba.

        A la vez que no hay que hacerse ilusiones de una vida fácil o de batir continuamente récords de popularidad a base de decir y vivir la verdad, hay que confiar en todo lo bueno que hay en el corazón de los hombres, que son hijos de Dios. Por eso, ser testigos de la fe no nos puede llevar a la intolerancia, a vivir a la defensiva, a juzgar amargamente a los demás, o a actitudes cerradas. La fe es una invitación, no una imposición. Vivir coherentemente la fe dentro del pluralismo de los hombres es, hoy más que nunca, el gran desafío para el cristiano. La vocación cristiana es radical y profundamente humana, al mismo tiempo.

        Alguno que haya leído hasta aquí estas consideraciones, podría cuestionarse todavía hasta qué punto puede ser importante su entrega, su generosidad, su respuesta a la llamada en un mundo o ambiente como el de hoy. ¿No sería inútil todo ese nadar contra corriente que, en la práctica, quizá ni se notaría? En lugar de argumentar, responderé con una historia que, si no ha sucedido verdaderamente -que no lo sé-, puede darnos materia muy verdadera para meditar.

        Cuentan de un joven que fue a visitar a un hombre entregado a Dios, con fama de buen consejero, para hablarle de sus inquietudes acerca de la razón de su existencia y de su posible vocación. Recibió los oportunos consejos y quedaron para verse más adelante. Cuando el joven volvió, este hombre de Dios (deduzco que era sacerdote) le contó un sueño que había tenido. Había soñado que moría y, al llegar al cielo, le decían que pidiese lo que quisiera, porque le sería concedido. Después de pensar un momento, dijo que siempre había tenido un gran deseo de conocer a aquel Ángel que fue enviado a confortar a Jesús en la agonía del Huerto de Getsemaní. Hicieron venir al Ángel y les dejaron hablar a sus anchas. En un momento de la conversación, el buen sacerdote preguntó al Ángel lo que quería saber: ¿Qué le dijiste a Jesús cuando sudaba sangre al ver todo lo que iba a sufrir por nosotros los hombres? ¿Cómo le consolaste? Aquí interrumpió el sacerdote la narración del sueño y se dirigió al joven, que le escuchaba completamente prendido de sus palabras: -¿Quieres de verdad saber lo que me dijo el Ángel? -¡Pues claro! -respondió el muchacho. -Muy bien, entonces te lo diré: el Ángel le habló a Jesús de ti y de tu generosidad.

        Cristo es la luz del mundo, y quiere necesitar de ti para que esa luz alcance a iluminar los corazones de muchos. Siempre vale la pena decirle: cuenta conmigo, Señor. Juan Pablo II, anciano, enfermo y agotado por tantos años de lucha y de entrega generosa, nos decía hace poco: "Vosotros sois jóvenes, y el Papa está viejo y algo cansado. Pero todavía se identifica con vuestras expectativas y con vuestras esperanzas. Si bien he vivido entre muchas tinieblas, bajo duros regímenes totalitarios, he visto lo suficiente como para convencerme de manera inquebrantable de que ninguna dificultad, ningún miedo es tan grande como para poder sofocar completamente la esperanza que palpita siempre en el corazón de los jóvenes. ¡No dejéis que muera esa esperanza! ¡Arriesgad vuestra vida por ella! Nosotros no somos la suma de nuestras debilidades y nuestros fracasos; por el contrario, somos la suma del amor del Padre por nosotros y de nuestra real capacidad para convertirnos en imagen de su Hijo" (Homilía en la Jornada Mundial de la Juventud, Toronto, julio de 2002).