Me amó y se entregó por mí
Juan Manuel Roca
Cómo acertar con mi vida
Cómo acertar con mi vida
Juan Manuel Roca

        San Pablo, en un texto impresionante, que deja traslucir la emoción, el agradecimiento y el deseo de corresponder generosamente, dice a los Gálatas: "Ahora vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). Ojalá cada uno de nosotros comprendiera con esa misma hondura que el Hijo de Dios se ha entregado por él –¡por mí!–, y sintiera ese mismo afán de corresponder.

        Jesús quiere seguir dando su vida no sólo por nosotros sino en nosotros, encargados de completar en nuestra carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia (cfr. Col 1, 24), es decir, lo que falta poner de nuestra parte para que la Pasión de Cristo alcance eficazmente con su fuerza redentora a cada uno de los que nos rodean y a nosotros mismos. Cuántos hay que dan su vida por los demás, que se han jugado todo a la carta del amor a los demás por Cristo. Impresiona pensar que dan la vida con libertad, gratuidad y salvando a los demás, que son las tres grandes características de la muerte de Cristo.

        San Josemaría utilizaba a veces en su predicación, como ejemplo de lo que no debe ser, unos versos escritos por alguien –precisaba– que no sabía ni teología ni gramática, y que dicen así: "En este mundo enemigo, no hay nadie de quien fiar: cada cual cuide de sigo, yo de migo, tú de tigo, y procúrese salvar". Y cuando un sacerdote le comentó que había empleado este ejemplo recientemente al predicar, le preguntó: "¿se dieron cuenta de la contradicción que implica quererse salvar sin preocuparse de los demás?".

        Jesús, que me amó y se entregó a sí mismo por mí, nos ha dicho a todos los que queremos ser sus discípulos: "Quien quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Lc 9, 23). Nos pide así que hagamos lo mismo que Él: dar la vida por los demás. Eso es lo que significa tomar la cruz. Y nos advierte que no seremos capaces de seguirle por ese camino sin negarnos a nosotros mismos, si nos importa lo nuestro más que los demás. Cuenta una vieja tradición que el emperador bizantino Heraclio, después de haber recuperado las reliquias de la Santa Cruz que los persas tenían en su poder, quiso llevarlas a Jerusalén, pero no logró levantar del suelo aquel bendito peso hasta que se despojó del lujo de sus vestiduras imperiales y así, humildemente vestido y descalzo, pudo finalmente llevar la Cruz de Cristo.

        No deberíamos seguir empeñándonos en hacer compatible seguir a Cristo, ayudarle a salvar a todos los hombres, y seguir a la vez nuestro egoísmo, nuestro orgullo, nuestra comodidad, nuestro gusto: "Cristo clavado en la Cruz, ¿y tú?...: ¡todavía metido sólo en tus gustos!; me corrijo: ¡clavado por tus gustos!" (J. Escrivá, Forja, 761).

        Dice Martín Descalzo que el Viernes Santo fue la gran fiesta de la libertad. La libertad es Jesús. Ningún otro ser humano la practicó y vivió tan hasta el extremo. Fue, en vida, libre frente a las costumbres y prejuicios de su tiempo. Fue libre ante los poderosos. Libre frente a los grupos políticos y libre en la dignidad de su trato a las mujeres. Su sermón de la Montaña fue un cántico de libertad interior. Expuso su mensaje dejando libertad a sus oyentes. Nos enseñó a librarnos de los falsos dioses y de las falsas visiones de Dios. Pero fue libre sobre todo en su muerte. No le mataron sus enemigos, fue al Calvario libremente, como un Rey. Jamás hubo en la tierra un acto tan libre como esa muerte. Jesús penetró la muerte para darla a los demás. El vía crucis empezó el día de su nacimiento. Gonzalo de Berceo lo dice muy bien: "Y sabiendo llegada la hora de partir, / inclinó la cabeza y se dejó morir". No murió, se dejó morir. Él, que era dueño de la vida y de la muerte.

        Para estar dispuestos a morir al propio yo es necesario comprender a fondo y valorar hasta qué punto se ha comprometido Dios a cuidar de nosotros. Si somos capaces de aceptar que nunca nos abandonará, ni se dejará ganar en generosidad por nosotros, podremos soltar las riendas de nuestra vida con más facilidad. Si las aferramos con tanta fuerza es que no estamos convencidos que nuestro Padre Dios ha adquirido ese compromiso. Morir al yo está íntimamente ligado a saber que cuidar de sus hijos está en la propia naturaleza de Dios. Es como si no estuviéramos persuadidos de lo que ganamos, al dejar por Cristo, esas cosas de la tierra.

        El Buen Pastor da la vida por sus ovejas. ¿Sabemos quiénes son nuestras ovejas? ¿De qué almas respondemos, estamos dispuestos a dar la vida por ellas? "Celebrar la Eucaristía 'comiendo su carne y bebiendo su sangre' significa aceptar la lógica de la cruz y del servicio. Es decir, significa ofrecer la propia disponibilidad para sacrificarse por los otros, como hizo Él. De este testimonio tiene necesidad urgente nuestra sociedad, de él necesitan más que nunca los jóvenes, tentados a menudo por los espejismos de una vida fácil y cómoda (...) Es urgente cambiar de rumbo y dirigirse a Cristo (...) A Jesús no le gustan las medias tintas y no duda en apremiarnos con la pregunta: '¿También vosotros queréis marcharos?' Con Pedro, ante Cristo, Pan de vida, también hoy nosotros queremos repetir: 'Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna' (Jn 6, 68)" (Juan Pablo II, Homilía en la Misa de clausura de la Jornada Mundial de la Juventud, Roma 2000).