¿Por qué dar la vida?
Juan Manuel Roca
Cómo acertar con mi vida
Cómo acertar con mi vida
Juan Manuel Roca

        Ya he contado, al inicio de estas páginas, que un día pregunté a un buen amigo, al que considero experto en el Amor de Dios, cuál era, a su juicio, la razón de que sean tan pocos los que están dispuestos a entregar su vida a Dios. Su respuesta fue directa, segura y contundente, fruto de la meditación de unas palabras de Jesucristo sobre sí mismo porque sólo el Buen Pastor da la vida por sus ovejas (cfr. Jn 10, 11).

        Para ser capaces de responder a la llamada de Dios, hay que comprender a fondo por qué vale la pena dar la vida. Es preciso preguntarse: si yo no llevo a cabo esa vocación, si hago oídos sordos a esa llamada, ¿quién repone el amor que yo dejo de dar? ¿Quién da sentido a esa cruz que yo rechazo? ¿Quién puede suplir mi singular misión?

        Es importante caer en la cuenta de lo que supone la omisión. Cada día es más patente que no se entrega la vida si uno no se siente responsable de una misión que cumplir, si no siente la responsabilidad de ser pastor de otros, de que por su vida entregada otros muchos puedan vivir y hacer el bien. Son muchas las almas de las que yo tengo que responder, tantas como Dios haya puesto a mi lado a lo largo de la vida. No somos versos sueltos -una expresión que le gustaba repetir a San Josemaría Escrivá-, sino que, unidos a otros versos que nos anteceden y nos siguen, de los que depende la plenitud de nuestro significado, componemos el maravilloso poema que canta la historia de amor de Dios por los hombres. "Ninguno vive sólo para sí mismo y ninguno muere sólo para sí mismo" (Rm 14, 7).

        Contaba uno que trabajaba hace unos años como voluntario en un hospital de Stanford, que conoció allí a una niña llamada Liz aquejada de una extraña enfermedad. La única solución aparente era una transfusión de sangre de su hermano de cinco años, que había sobrevivido milagrosamente a la misma enfermedad anteriormente y había desarrollado los anticuerpos necesarios para combatirla. El doctor explicó la situación como pudo al hermanito y le preguntó si estaba dispuesto a dar su sangre para salvar a su hermana. El niño dudó unos momentos antes de dar un gran suspiro y aceptar. Cuando se llevaba a cabo la transfusión el chico, que estaba acostado en una cama al lado de la de su hermana, muy serio, miró al doctor y le preguntó con voz temblorosa: "Doctor, ¿cuándo voy a empezar a morirme?".

        El pequeño no había comprendido bien lo que le habían explicado: pensaba que se trataba de darle toda su sangre a su hermana. Y aun así estaba dispuesto: no había entendido bien cómo funcionaba la transfusión, pero había comprendido, con su corazón ingenuo, que valía la pena dar la vida por su hermanita.

        Debemos convencernos de que ese "yo, a mi bola" -por desgracia pronunciado, y sobre todo pensado, con tanta frecuencia-, el vivir con el corazón cuidadosamente alejado de quienes nos rodean, sin interesarse por las alegrías o tristezas, por las condiciones y las necesidades de las personas que Dios nos pone cerca, es un grave impedimento para que aparezca y crezca una verdadera vocación. Donoso Cortés decía que en el mundo el mal vence naturalmente al bien, pues el triunfo del bien sobre el mal en este mundo no es natural, sino sobrenatural. Pero si esta frase es cierta, también la es la de Edmund Burke, el gran político y primer crítico de la revolución francesa: lo único necesario para el triunfo del mal es que los buenos no hagan nada (F. Suárez). ¡Cuánto perdón debemos pedir a Dios por nuestros pecados de omisión!

        De nuestra respuesta generosa están dependiendo muchas cosas grandes, y la felicidad terrena y eterna de tantas personas. Si nosotros hubiéramos estado presentes durante el anuncio del Ángel a nuestra Madre Santa María, sabiendo que de su respuesta dependía nuestra salvación, ¿qué le hubiéramos gritado?: ¡Por favor, di que sí!, ¡No te desentiendas! ¡No nos abandones!... Eso mismo nos gritarían ahora tantas almas, porque verdaderamente dependen de nuestro sí. El bien que no hagamos, quedará sin hacer por toda la eternidad: otros podrán hacer otras cosas buenas, pero no el bien que podrías y deberías hacer tú, porque depende de ti, de tu generosidad.

        "Sed generosos en la entrega a vuestros hermanos -pedía Juan Pablo II hablando a los jóvenes-; sed generosos en el sacrificio por los demás y en el trabajo; sed generosos en el cumplimiento de vuestras obligaciones familiares y cívicas; sed generosos en la construcción de la civilización del amor. Y, sobre todo, si alguno de vosotros siente una llamada a seguir a Cristo más de cerca, a dedicarle el corazón entero, como los Apóstoles Juan y Pablo, que sea generoso, que no tenga miedo, porque no hay nada que temer cuando el premio que espera es Dios mismo a quien, a veces sin saberlo, todo joven busca" (Discurso, 18. V. 88).