El vaquero de Mariajo
Enrique Monasterio
Mundo Cristiano
Pensar por libre
Enrique Monasterio

 

 

Rompiendo el molde de siempre

        Cuando María José apareció una mañana a la hora del desayuno con el pantalón vaquero estratégicamente rasgado por siete u ocho zonas capitales, su padre la observó por encima del periódico y de las gafas, suspiró levemente y dijo:

        —¿Te ha atacado un lobo, cariño?

        Así, de esa forma tan tonta, comenzó la primera borrasca del día. De la ironía paterna se pasó a una discusión estética; de la estética, a la ética; de la ética, a la moral y a una consideración teórica sobre el sentido de los convencionalismos en una sociedad plural y democrática. Todo entre gritos, lágrimas y colacao bajo en calorías.

        La controversia dio un giro providencial con la aparición de Gonzalo, que tiene doce años.

        —Lo que le pasa a Mariajo es que está como una foca.

        A la aludida se le escapó un revés de izquierda, y Gonzalo respondió con una patada en la espinilla. Fue un eficaz cambio de estilo. El padre castigó a los dos sin salir, y resolvió de rebote la espinosa cuestión del vaquero roto.

        No me he inventado la escena. Sólo los nombres. El resto me lo contó entre sollozos la protagonista principal, y debo decir en honor a la verdad que terminamos riéndonos a carcajadas.

        Por aquella época María José alimentaba un pavo borrascoso y lleno de dramatismo, que se manifestaba especialmente en un espíritu de contradicción casi obsesivo y en una rebeldía crónica contra todo lo convencional.

Las convenciones y la historia

        La palabra "convencional" le encantaba. Se la había oído a Ramoncín en la tele, y decidió adoptarla como argumento definitivo contra las imposiciones maternas:

        —Eso es convencional, y no pienso hacerlo.

        —Para convencional, la bofetada que te va a dar tu padre…

        Aquel día del pantalón vaquero hablamos de la importancia de las convenciones, como normas prácticas, admitidas pacíficamente por todos, que, aunque no sean esenciales para la vida, se fundan en la costumbre y hacen posible la convivencia civilizada.

        Mariajo puso cara de asco cuando respondió:

        —Yo paso de las costumbres de los demás.

        Traté de hacerle ver que, en el fondo, la mayor parte de sus manifestaciones contestatarias reflejaban una adhesión entusiasta a otras normas igualmente convencionales; que los vaqueros se venden con los rotos puestos; que cualquier peluquero está harto de teñir melenas de azul marino y de fabricar crestas; que atravesarse un aro en la nariz, además de una incomodidad evidente, ya no llama la atención ni a las bisabuelas.

        —Total –concluí, con ganas de que se enfadara un poco–; que has cambiado el uniforme del colegio por otro uniforme más caro y obligatorio.

        —Obligatorio, de qué. Visto como me da la gana…

        —¿Sí? ¿Entonces por qué te parece mal que un chico lleve calcetines blancos en la discoteca?

        —Porque es una horterada.

        —Ya…

Pero algunas sí

        No recuerdo cómo terminó aquella larga conversación. Sólo sé que Maria José no se enfadó conmigo y tampoco me hizo el menor caso.

        Hoy –cuatro o cinco años después– ha venido a verme. Está algo cambiada y un poco deprimida: me dice que Juan, su novio "de toda la vida", no la ha llamado por teléfono desde que se fue a Londres.

        —Llámale tú.

        —¿Yo? –Mariajo me mira horrorizada–. El chico es él. A buenas horas voy a tomar yo la iniciativa.

        —¿No te habrás vuelto convencional?

        —Y machista –asegura con cara de guasa–.

        Después, y como para saldar una vieja discusión pendiente, ha dicho:

        —No…, si las normas de buena educación son estupendas. Lo que me molestaba antes era vivirlas yo con los demás; pero que tengan detalles con una es superbueno. Juan me gusta precisamente por eso: porque es como un señor de aquellos antiguos, que te manda flores y casi te besa la mano. Y eso que es muy normal, ¿me entiende? Lo malo es que, desde que se ha ido a Londres, ya no es el mismo.

        —¿Y se fue hace mucho?

        —Anteayer.

Y con Dios

         No me costó explicarle lo importante que pueden ser esos pequeños detalles también en el trato con Dios. Y es que, en nuestras relaciones con el Señor, hemos vivido una especie de adolescencia parecida a la de Mariajo. Parecía como si fuese urgente eliminar todo lo convencional de la liturgia y de la piedad. Por alguna extraña razón pensábamos que era más auténtico y sincero quitar genuflexiones y reverencias, ir en chándal a la Iglesia y despatarrarse en los bancos.

        —A Dios qué le importa –me dijo alguien hace años–.

        —Es cierto –respondí–. Lo penoso es que a ti tampoco te importe.

        Antes de despedirse, María José fue a la capilla del Colegio para "recordar viejos tiempos". Tomó agua bendita; hizo, despacio, la señal de la cruz y una genuflexión perfecta, casi solemne.

        Al marcharse, se asomó a mi despacho:

        —Entonces ¿llamo a Juan o espero?

        —Le di mi opinión. Seguro que no me hace caso.