No endurecer el corazón
Juan Manuel Roca
Cómo acertar con mi vida
Cómo acertar con mi vida
Juan Manuel Roca

        Hay unas palabras del Salmista que siempre remueven el alma cuando se escuchan con atención: "Ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón" (Sal 94, 8).

        Cuando Dios pide a una persona que renuncie a lo que sea para estar totalmente disponible a su servicio, le invita a descubrir un panorama nuevo de Amor, con mayúscula. Para entregarse del todo hay que saber amar, hay que tener corazón, porque la respuesta a la llamada es algo tan hermoso y tan sencillo como enamorarse y establecer por eso una alianza, un compromiso que exige la fidelidad del amor. La llamada de Dios es un don inefable, y para escucharla se necesita sensibilidad para las cosas de Dios, una purificación del corazón, como hemos visto en la segunda parte del capítulo anterior, en un epígrafe titulado: "No veo". Es una necesidad tan imprescindible que debemos insistir en ella una vez más.

        La llamada es una voz sin palabras, pero que se entiende; es un sentimiento que no siempre va acompañado de emoción, pero que está ahí, en el fondo del alma. Es como el rumor de un manantial que no cesa y nos empuja a tomar la decisión de seguir el sonido hasta encontrar el agua clara y fresca que sacie nuestra sed. Hacen falta unas disposiciones interiores de generosidad y seguimiento. Es imposible seguir la voluntad de Dios de un modo condicional, es decir, sólo con la condición de que no me pida esto o lo otro.

        Para esto es necesario mantener el corazón joven y no resistirse al impulso generoso del amor. Hubo una vez un anciano que subió a la cima del Himalaya. Le entrevistaron para saber cómo había sido capaz, y respondió: "mi corazón llegó primero y al resto de mi persona le ha sido fácil seguirle".

        El gran obstáculo a la fe no es la razón, es la dureza de corazón, la sordera y la ceguera voluntarias que nacen de una actitud defensiva y calculadora, egoísta. El materialismo pragmático, tan extendido, narcotiza el corazón, haciéndolo insensible para las aventuras divinas: ¡cuánto daño ha hecho a los corazones jóvenes la imagen, que ha estado de moda, del antihéroe cínico e inmune a cualquier tentación de grandeza generosa! Y es que la sensibilidad para las cosas de Dios se anula con más facilidad por medio del egoísmo y de la lógica consumista del bienestar, que por medio de la violencia: "El hombre no espiritual no percibe las cosas del Espíritu de Dios" (1 Co 2, 14).

        No se puede responder a la llamada de Dios si se es incapaz de poner el corazón: por eso es tan importante la virtud de la templanza. "Templanza es señorío. No todo lo que experimentamos en el cuerpo y en el alma ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se puede hacer se debe hacer. Resulta más cómodo dejarse arrastrar por los impulsos que llaman naturales; pero al final de ese camino se encuentra la tristeza, el aislamiento en la propia miseria (...) Yo quiero considerar los frutos de la templanza, quiero ver al hombre verdaderamente hombre, que no está atado a las cosas que brillan sin valor, como las baratijas que recoge la urraca. Ese hombre sabe prescindir de lo que produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es sólo aparente: porque al vivir así -con sacrificio- se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios. La vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes (...) La templanza no supone limitación, sino grandeza. Hay mucha más privación en la destemplanza, en la que el corazón abdica de sí mismo, para servir al primero que le presente el pobre sonido de unos cencerros de lata" (J. Escrivá, Amigos de Dios, n. 84).

        De ese modo, con el corazón libre, se hace posible emplear la afectividad también al tratar a Dios, algo que es completamente necesario porque tenemos que amarle como los hombres amamos; con el mismo corazón –no tenemos otro– con el que se ama noblemente a una criatura de la tierra. Hay que hacer al Señor objeto de nuestra ternura, como lo somos nosotros de la suya.

        A los hombres Dios nos ha dado el corazón en una síntesis de voluntad y sentimiento, alma y cuerpo. Nuestros sentimientos y emociones no son puramente animales, sino que pueden estar penetrados por la razón, subordinados a la voluntad ya que nuestra inteligencia y voluntad necesitan expresarse a través de lo sensible. Todos los resortes de la afectividad humana deben imbuirse, por eso, de caridad, y deben contribuir a manifestarla, de manera que se vaya constituyendo una afectividad cada vez más madura y lograda, más armónica. Debemos lograr que las riquezas del corazón humano concurran con la gracia y por la gracia al gran amor sobrenatural, que es el fin de nuestra vida. Dios no se dirige a almas separadas, sino a hombres enteros, tal como los quiso y los creó. Nuestro amor de Dios pide expresiones sensibles, y por lo menos en parte, se nutre de ellas: "Dame, hijo mío, tu corazón y pon tus ojos en mis caminos" (Prv 23, 26).