Perspectiva desde el amor de Dios
Juan Manuel Roca
Cómo acertar con mi vida
Cómo acertar con mi vida
Juan Manuel Roca

        Ante este panorama de la vida de Dios que irrumpe en la nuestra y la sitúa en su propio plano, sin que deje de ser una vida verdaderamente humana, vivida por hombres y mujeres, se entienden muy bien estas palabras de San Josemaría: "No es presunción afirmar ¡possumus! Jesucristo nos enseña este camino divino y nos pide que lo emprendamos, porque Él lo ha hecho humano y asequible a nuestra flaqueza. Por eso se ha abajado tanto. Éste fue el motivo por el que se abatió, tomando forma de siervo aquel Señor que como Dios era igual al Padre; pero se abatió en la majestad y potencia, no en la bondad ni en la misericordia (San Bernardo, Sermón en el día de Navidad, I, 1-2). La bondad de Dios nos quiere hacer fácil el camino. No rechacemos la invitación de Jesús, no le digamos que no, no nos hagamos sordos a su llamada: porque no existen excusas, no tenemos motivo para continuar pensando que no podemos. Él nos ha enseñado con su ejemplo. Por tanto, os pido encarecidamente, hermanos míos, que no permitáis que se os haya mostrado en balde un modelo tan precioso, sino que os conforméis a Él y os renovéis en el espíritu de vuestra alma (San Bernardo, Ibidem)" (J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 15).

        Quien se plantea su posible entrega a Dios debe saber que nunca trabajamos, ni vivimos, ni nos movemos, ni amamos de modo solitario. La vida de la gracia es siempre un vivir en la comunión con Cristo y en su plenitud. Nos pertenece verdadera y realmente todo lo que Cristo hizo por nosotros. No hay nada en la vida de Cristo que no sea a la vez nuestro, nos pertenece del mismo modo que si lo hubiéramos cumplido nosotros mismos (Santo Tomás, S.Th. III, q. 69, a. 2). Olvidamos con mucha facilidad que Cristo es nuestro Mediador y, sin embargo, nuestra alma debería abrirse de modo incondicional e ilimitado a Cristo, sabiendo que lo que nosotros podamos hacer recibe su impulso y su valor de la obra redentora de Cristo. A Él le pertenece nuestro ser y nuestro obrar.

        Saberse amado y acogido por Dios de un modo tan eficaz lleva a pasar del activismo a la serenidad, de la reivindicación a la confianza, de la división y el conflicto interior a la unidad, de la complicación a la simplicidad. Si se mira la vida en esa perspectiva, entonces los esfuerzos irán dirigidos a hacer rendir los talentos para gloria de Dios, y no a probar a los demás lo mucho que valemos; se pasa de la competición a la convivencia. Los fracasos ahora ya no hunden, al revés, sirven para madurar y progresar. Con las derrotas –y con el perdón de Dios, que confía en mí– aprendo a conocerme, confío más en Él. Se pasa de la culpabilidad al perdón, de la vergüenza a la humildad, del desprecio por sí mismo a la paz de contar con la infinita misericordia de Dios. Además, mis sufrimientos ya no son sólo míos, sino también suyos; el amor que Dios me tiene no sólo da sentido a mis fracasos, sino que carga con ellos: se pasa de la soledad a la Presencia de Dios, a quien sé que le importo. Del mismo modo, los éxitos llevan a dar gracias a Dios y a alegrarse humildemente.

        Con este nuevo modo de ver la propia vida se pasa del puro libre albedrío a vivir la libertad con Verdad: se comprende muy bien que no estamos hechos para una libertad egoísta, sino que somos libres para poder amar comprometidamente, porque "el hombre no puede encontrarse plenamente a sí mismo si no es a través del don sincero de sí " (Const. Gaudium et spes, n. 24). El amor de Dios permite darse por completo hasta el olvido de sí. Uno se olvida de sí mismo en cuanto evita tomarse como finalidad exclusiva de los dones humanos y sobrenaturales que posee, venciendo la tendencia al amor propio, que se manifiesta en tenerse a sí mismo un amor captativo: un amor ansiosamente pendiente de atrapar y monopolizar para sí todo lo bueno que pueda encontrar, siempre centrado sobre las satisfacciones personales inmediatas. El amor de Dios da la fuerza para vencer esa inclinación y salir de sí mismo. Se trata de transmitir lo recibido –de darse incluso a sí mismo– sin retenerlo y sin vaciarse. "Habéis recibido gratuitamente, dad gratuitamente" (Mt 10, 8).

        De este modo el amor de Dios lleva al amor por los demás y a desear que descubran cómo los ama Dios. "El amor consiste en venerar la imagen de Dios que se halla en cada hombre, ayudándole a contemplarla él mismo para que a su vez, se enderece hacia Jesucristo" (J. Escrivá, Amigos de Dios, n. 230). Cuando Dios ama se hace presente en el amado y se aloja en él (cfr. Jn 14, 23). La perfección del amor por los demás consistirá en dejar que Dios, que vive en mí y en quien vivo, ame a través de mí "amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 13, 34). Con este amor sí puedo amar al otro más de lo que él se ama a sí mismo, porque lo amo en su dignidad de hijo de Dios que quizá él mismo ignora.

        En el amor de Dios a cada uno de nosotros tenemos el ejemplo de cómo debe ser nuestro amor a los demás. San Pablo está tan persuadido de ello que utiliza los mismos términos para describir esos dos amores. Nuestro amor al prójimo está sellado por la bondad y la benignidad (Ga 5, 22; 1 Co 13, 4; Col 3, 12; Ef 4, 32), como lo está el amor de Dios (Rm 2, 4; 11, 22; Ef 2, 7, Ti 3, 4); está marcado por la misericordia (Rm 12, 8); por la compasión (Col 3, 12); por la longanimidad (1 Co 13, 4; Ga 5, 22), de la misma manera que Dios es misericordioso (Ti 3, 5) compasivo (Rm 12, 1) paciente (Rm 2, 4; 9, 12); será un amor fiel (Ga 5, 22), como Dios es fiel (Rm 3, 3; 1 Co 1, 9); pero ante todo será un amor desinteresado (1 Co 10 24. 33; 13, 5; Flp 2, 3-4; Rm 12, 20-21), como lo es el amor de Dios, que nos amó siendo sus enemigos (Rm 5, 6-10); y, consiguientemente, será un amor universal (Rm 12, 16-18), a la manera de Dios que no hace acepción de personas (Rm 2, 11; Ga 2, 6); y quiere la salvación de todos los hombres (1 Tm 2, 4) (Lionnet, La vida según el Espíritu, p. 234).