Un amor que transforma
Juan Manuel Roca
Cómo acertar con mi vida
Cómo acertar con mi vida
Juan Manuel Roca

        La llamada de Dios, la vocación, no se puede sentir de otra forma que como una elección para amar. Dios se nos ha dado a conocer como Amor infinito. Ya en el Antiguo Testamento se revela como Padre y con entrañas maternales, y el Hijo al encarnarse nos mostró este Amor, con palabras y hechos, amándonos hasta el extremo (Jn 13, 1), porque "Nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Y, después de la Ascensión de Jesucristo a los Cielos, el Padre y el Hijo enviaron al Espíritu Santo, la tercera Persona divina, que es el vínculo de Amor eterno y sustancial entre el Padre y el Hijo, para que nos hiciera vivir inmersos en ese Amor divino, que es el clima vital, el ambiente familiar entrañable en el que Dios quiere introducirnos, ya ahora en la tierra y, después, por toda la eternidad.

        Santa Catalina de Siena, en su diálogo apasionado con Dios, exclamaba, ante esta realidad deslumbrante: "¿Qué cosa, o quién, fue el motivo de que establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella. Por amor le creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar tu Bien eterno" (Diálogo 4, 13).

        Dios nos ha abierto de par en par su corazón y nos ha revelado que siente por nosotros auténtica ternura (Sal 112). A través de Cristo, al que nos incorporamos por el Bautismo, Dios nos ha introducido en su intimidad. Con esta elevación al mundo sobrenatural, que se realiza en virtud de la gracia, Dios nos hace hijos suyos, y nos llama a vivir de un modo digno de esa intimidad divina. Es necesario que cada uno llegue a descubrir cuanto antes el infinito amor del que somos objeto. El Amor que me da el ser, que me trae a la existencia y me sostiene en ella, demanda una respuesta, que estará llena de confianza cuando me dé cuenta de la confianza que Dios tiene en mí, de que yo existo porque le intereso y me ha llamado a ser con Él. Si no correspondo, todo mi ser pierde sentido porque mi personalidad es fruto de ese amor de Dios que se me da y espera correspondencia.

        Y ofrecer una correspondencia digna del Amor infinito de Dios, que se vuelca con nosotros, no es un juego. Se narra en el Evangelio que un día la madre de los Apóstoles Santiago y Juan le pidió al Señor un honor para ellos: que, en su Reino, ocuparan los lugares más altos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Jesús, dirigiéndose a ellos, les dijo que no sabían lo que estaban pidiendo, y les hizo una pregunta, refiriéndose al camino de la Cruz que debía recorrer aún: "¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?". Los hijos de Zebedeo, sin dudarlo un instante, con todo el ímpetu de su amor a Cristo, respondieron: possumus! ¡Podemos! (Mt 20, 22). Hemos de pensar que "también a nosotros nos llama, y nos pregunta, como a Santiago y a Juan: (...) ¿estáis dispuestos a beber el cáliz –este cáliz de la entrega completa al cumplimiento de la voluntad del Padre– que yo voy a beber? (...) Vosotros y yo, estamos seriamente dispuestos a cumplir, en todo, la voluntad de nuestro Padre Dios? ¿Hemos dado al Señor nuestro corazón entero, o seguimos apegados a nosotros mismos, a nuestros intereses, a nuestra comodidad, a nuestro amor propio?" (J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 15).

        Si una correspondencia así tuviera que apoyarse sólo en nuestras fuerzas y capacidades, tendríamos sobrada razón para el desánimo y el temor, para resignarnos a plantear nuestra vida en un horizonte más reducido, más a la medida de nuestras limitaciones. Pero no es así.

        Por la gracia que recibimos en el Bautismo, que se mantiene viva y se acrecienta en los demás sacramentos, se da en nosotros una transformación real que nos hace realmente hijos de Dios en Cristo y nos permite actuar como tales. Participamos de la vida divina que habita en Cristo y Dios actúa en nuestros actos junto con nosotros mismos, mediante las virtudes que acompañan a la gracia –fe, esperanza y caridad– y los dones del Espíritu Santo, que habita en nuestra alma en gracia.

        Así, nuestra inteligencia se hace capaz de entender según Dios; nuestra afectividad alcanza a valorar las cosas y a reaccionar de manera semejante a Cristo; y en los actos de nuestra voluntad influye también Dios. Ya no amamos sólo con nuestra pobre voluntad, sino que se nos ha dado parte en el amor con el que las tres Personas divinas se aman mutuamente. Esa fuerza nos permite realmente seguir a Jesucristo imitándole, identificarnos con Él para amar a Dios como merece y a los demás como Dios los ama.