Dificultades familiares
Juan Manuel Roca
Cómo acertar con mi vida
Cómo acertar con mi vida
Juan Manuel Roca

        Jesús, perfecto Dios y perfecto hombre, es el hijo que ha vivido más plenamente en la tierra el amor filial. Amó entrañablemente a su Madre Santísima y a San José, que hizo para él las veces de padre en la Tierra, y vivió obedeciéndoles con todo respeto y veneración. Pero enseñó, sin embargo, que el primer mandamiento no contradice al cuarto, pero está por encima: sólo se vive rectamente el amor a los padres y a los hijos cuando está ordenado y orientado por el amor a Dios sobre todas las cosas; así alcanza su pleno sentido y toda su fuerza vital.

        Por eso, cuando sólo tenía 12 años, Jesús quiso hacer algo que sorprendió ante todo a María y a José: se quedó en Jerusalén, adonde habían ido en peregrinación, sin que ellos lo supieran. La Virgen y San José emprendieron el camino de regreso pensando que Jesús estaría con otros niños en la caravana, pero al legar la noche y no encontrarlo, se llenaron de angustia y regresaron a Jerusalén para buscarlo. Al tercer día lo encontraron en el Templo, oyendo las enseñanzas de los Doctores. Cuando le preguntaron por qué había actuado así, sabiendo que ellos estarían ansiosos por su ausencia, les respondió misteriosamente: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que yo debo estar en las cosas de mi Padre?". El Evangelio nos dice que ellos no comprendieron del todo, pero Jesús bajó con ellos a Jerusalén y les estaba sujeto. Y María –advierte el Evangelista– conservaba todas estas cosas en su corazón" (Lc 2, 41-51).

        Más tarde, ya en su vida pública, Jesús enseñará esto mismo en términos inequívocos: "Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí" (Mt 10, 37). Consecuencia directa de esta verdad es la convicción cristiana de siempre que recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: "Los padres deben respetar y favorecer la vocación de sus hijos. Han de recordar y enseñar que la vocación primera del cristiano es la de seguir a Jesús" (n. 2253).

        Gracias a Dios, son muchos los padres que ven como una predilección, como un honor inmenso que Dios llame a alguno de sus hijos, o a más de uno, a una entrega completa. Lo contrario significaría el fracaso del espíritu cristiano en esa familia. Esto no significa, evidentemente, que los padres tengan que quedarse al margen o inhibirse cuando sus hijos se plantean su posible llamada a una entrega plena a Dios. El Catecismo habla de respetar y favorecer la vocación, de respetar la libertad de los hijos y de facilitarle su ejercicio si es que Dios les llama. Pero esto ha de hacerse, lógicamente, sin abandonar la responsabilidad de ayudarles con sus consejos prudentes y con su confianza, con su cercanía y su oración y, también, con su disponibilidad para afrontar la parte de exigencia y de sacrificio que supone para ellos el don de la vocación divina de sus hijos.

        Sería muy triste que unos padres cristianos no estuvieran dispuestos a permitir que un hijo suyo tomara libremente la decisión de entregarse a Dios, como si el único consejo razonable en tales situaciones fuera desalentar en todo caso esos propósitos. Y más triste aún sería que pretendieran decidir en su lugar o ejercer presión manifestando un rechazo y un disgusto que, en la práctica, equivalieran a obligar al hijo a elegir entre Dios o sus padres; entre aquello que considera seriamente que Dios le pide y los lazos entrañables de amor y de dependencia que le unen a los suyos de todo corazón.

        "Yo he presenciado, en ocasiones, lo que podría calificarse como una movilización general, contra quienes habían decidido dedicar toda su vida al servicio de Dios y de los demás hombres. Hay algunos que están persuadidos de que el Señor no puede escoger a quien quiera sin pedirles permiso a ellos, para elegir a otros; y de que el hombre no es capaz de tener la más plena libertad, para responder que sí al Amor o para rechazarlo. La vida sobrenatural de cada alma es algo secundario, para los que discurren de esa manera; piensan que merece prestársele atención, pero sólo después que estén satisfechas las pequeñas comodidades y los egoísmos humanos. Si así fuera, ¿qué quedaría del cristianismo?" (J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 33).

        Que los padres miren por las vidas de los hijos y vean las cosas de tejas abajo, advirtiendo de posibles dificultades y "comprobando" razonablemente la firmeza de esos propósitos de entrega, es lógico y natural. Que en los tiempos que corren los padres tiendan incluso a la superprotección de los hijos, a intentar que no les falte de nada, que no sufran, es hasta cierto punto disculpable. Lo que no es lógico ni justificable en una mentalidad cristiana es el miedo de tantos padres a la posible vocación de sus hijos y el miedo de los hijos a la posible oposición de los padres.

        De algunos años a esta parte, me atrevería a decir que es éste uno de los principales obstáculos que se debe superar para poder tomar con libertad una decisión en conciencia sobre la propia vida. No me estoy refiriendo a la natural resistencia interior que cualquier buen hijo siente al pensar que debe dejar a sus padres para seguir un ideal que supone y exige ese desprendimiento, ni a la natural preocupación de unos buenos padres porque su hijo acierte y sea feliz. Me refiero, más bien, a la resistencia de muchos padres a que sus hijos tomen decisiones comprometidas, para las que, en su opinión, no están preparados... y no se sabe muy bien, en realidad, cuándo llegarán a estarlo.

        Es cierto –así lo confirman los pedagogos– que la adolescencia tiende a prolongarse, y si antes duraba, más o menos, de los catorce a los dieciocho años, ahora puede extenderse muchas veces hasta los veinte o veintiuno. Pero no hay que tener miedo, por sistema, de que personas en edad juvenil o supuestamente adolescentes puedan emprender conscientemente un camino de santidad, cuando todavía no han alcanzado en muchos aspectos la madurez humana. Dios llama cuando quiere y dispone a los que llama para que entiendan su llamada y puedan seguirla en la medida de sus posibilidades actuales; y precisamente la correspondencia a la vocación y el seguimiento generoso de Cristo hace personas más maduras y virtuosas. Viene aquí perfectamente al caso aquella exclamación gozosa del salmista: "he llegado a entender –siendo un muchacho– más que los ancianos, porque he buscado cumplir tus mandatos".

        Ciertamente, en esta materia tan delicada hay que actuar prudentemente, cada caso es absolutamente singular. Pero ha de actuarse con prudencia sobrenatural y sentido cristiano, y desde ese punto de vista sí que se pueden dar algunas reglas generales. Ante todo, ha de considerarse -y éste debería ser el punto de partida siempre- que lo mejor para los hijos, el mayor bien que se les puede desear, es que sigan la voluntad de Dios para ellos; y el peor favor que se les puede hacer es impedírselo o dificultárselo tanto que se les lleve a desistir. En segundo lugar, no hay contradicción entre el amor a Dios y el amor a los padres, pero en caso de conflicto -es decir, cuando se advierte que hacer lo que contentaría a los padres supondría no hacer lo que se entiende claramente que Dios quiere-, Dios siempre está primero. Y, en tercer lugar, cuando tanto padres como hijos tienen en el centro de sus vidas esa clara convicción de la primacía de Dios, la vocación de los hijos se convierte en un acontecimiento gozoso, aunque tenga su parte costosa para todos; y se acaba descubriendo siempre que Dios no separa, sino que une más, con lazos de mayor hondura y calidad.

        Terminaré este capítulo contando algo que puede animar a algunos padres cuando sientan que el corazón se les parte al ver marchar a los hijos a una aventura divina, y a algunos hijos para saber hacer lo que Dios quiere fiándose de Él, que siempre arregla las cosas mejor de lo que pudiéramos pensar. Sucedió hace años y me lo contó una persona a la que conozco muy bien. Había tomado la decisión de entregar su vida al servicio de Dios en plena adolescencia. Con dieciocho años, siguiendo las necesidades de su entrega, se marchó a una ciudad distinta de donde vivían sus padres, aunque hablaba con ellos con frecuencia y los visitaba periódicamente. Pasaron unos diez años y, en una visita que hizo a su familia en verano, acompañó a su padre a darse un chapuzón en el mar. Estaban reposando, no había nadie alrededor y el padre le confió: "Hijo, debo decirte una cosa... Espero que no te lleve a ponerte soberbio. Cuando te fuiste de casa, a tu madre y a mí, se nos desgarró el alma, pero entendíamos que seguías tu vocación, lo que tu querías, y por eso no te dijimos nada. Han pasado muchos años, y es momento de que te diga que desde que te fuiste, geográficamente lejos, has estado mucho más cercano a tu madre, a mí, y a tus hermanos.

        Muchas veces lo he comentado con tu madre: ¿cómo es posible que nos sintamos tan queridos, tan unidos a este hijo? Hemos llegado a la conclusión de que aquí no hay mérito de tu parte. Todo es mérito de Dios. Dios no separa, une. Cuanto más cercano estás a Dios más lo estás a nosotros a nuestras necesidades, a nuestras preocupaciones. Más, si cabe, que tus hermanos casados que por ley natural deben preocuparse de sus mujeres y sus hijos".

        Lo que más le impresionó a mi amigo fue la explicación profundamente sobrenatural que daba su padre a este hecho: Dios no separa, une. Cuando alguien se entrega a Dios por entero no tiene más ocupaciones que Dios y los demás; se va vaciando de sí mismo y participa cada vez más intensamente del amor de Dios, que le hace muy fácil ponerse en el lugar de los demás (es lo que otros llaman empatía), quererles con especial hondura y desinterés.