Miedo al ambiente
Juan Manuel Roca
Cómo acertar con mi vida
Cómo acertar con mi vida
Juan Manuel Roca

        A Jesucristo le abofetearon, le maltrataron, le crucificaron por decir la verdad. No se puede pretender ser apóstol y ser bien visto; lo decía con toda sencillez San Pablo: "Si todavía buscara agradar a los hombres, no sería apóstol de Jesucristo" (Ga 1, 19). Y la fidelidad, a pesar del ambiente adverso, de los Apóstoles y de tantos discípulos después de ellos, que sufrieron burlas, incomprensión, persecución, malos tratos, prisión, exilio y muchísimas veces el martirio, es un ejemplo bien elocuente para nosotros.

        El Papa Juan Pablo II decía a los jóvenes: "Queridos amigos, también hoy creer en Jesús, seguir a Jesús siguiendo las huellas de Pedro, de Tomás, de los primeros apóstoles y testigos, conlleva una opción por Él y, no pocas veces, es como un nuevo martirio: el martirio de quien, hoy como ayer, es llamado a ir contra corriente para seguir al divino Maestro, para seguir 'al Cordero a dondequiera que vaya' (Ap 14, 4). No por casualidad, queridos jóvenes, he querido que durante el Año Santo fueran recordados en el Coliseo los testigos de la fe del siglo XX. Quizás a vosotros no se os pedirá la sangre, pero sí ciertamente la fidelidad a Cristo. Una fidelidad que se ha de vivir en las situaciones de cada día". (Mensaje del Papa a los jóvenes en la vigilia de Tor Vergata, Roma 19. VIII. 2000).

        Seguir a Cristo implica tomar la Cruz, ir al Calvario. Y eso, para la mayoría de nosotros, consistirá en ser mártir sin morir. En muchos lugares del mundo, afortunadamente, resulta hoy impensable que nadie vaya a sufrir persecuciones violentas por parte de los enemigos de la fe. Pero, a falta de enemigos verdaderos, casi diría que no hay peor enemigo que uno mismo.

        Con frecuencia pienso si la falta de almas decididas a entregarse será debida a que nadie puede entregar lo que no es suyo, y son tantos que no terminan de ser dueños de sí mismos, porque están dependiendo de tantas cosas; no pueden vivir sin eso que precisamente constituye el obstáculo para entregarse y que provoca que no sean libres, que no se pertenezcan: la movida, el ambiente, los planes, los amigos, el qué dirán, el qué pensarán... Así es muy difícil vivir la fortaleza para estar dispuestos a recibir heridas (a veces tan poco cruentas como una simple sonrisita) por Cristo en las batallas de cada día.

        La necesidad de aparentar y todas las formas de vanidad proceden de un sentimiento de inferioridad y de vacío que intenta equilibrar la balanza del destino e incluso inclinarla a su favor: se compensa la falta de realidad por una acumulación de apariencias. Desde el momento en que nos encerramos en nosotros mismos y nos convertimos en el centro del mundo, nos condenamos a vivir solamente de apariencias. Lo que distingue al santo del vanidoso es que éste concibe como ser las formas más artificiales del parecer, mientras que el santo sabe que hasta el ser más profundo de la criatura sigue siendo parecer (G. Thibon).

        Hay un solo camino para superar bien el temor de responder a la vocación por miedo al ambiente, y es el amor: responder humildemente que, con la gracia de Dios, se está dispuesto a lo que Dios quiera, pase lo que pase. También cabe decir que no, cerrarse a aceptar una de las mayores gracias que Dios puede hacer a una persona; entonces también acaba desapareciendo el miedo porque la conciencia se endurece, pero en este caso la tristeza acompaña al alma como reproche divino.

        Para ser valientes por amor hay que mirar a Cristo, quererle por encima de todo, valorar más su amor que cualquier apariencia. Quizá este consejo sirva para darnos la perspectiva que nos lleve a superar nuestros temores: "Dios Nuestro Señor te quiere santo, para que santifiques a los demás. —Y para esto, es preciso que tú –con valentía y sinceridad– te mires a ti mismo, que mires al Señor Dios Nuestro..., y luego, sólo luego, que mires al mundo" (J. Escrivá, Forja, 710).