Comprometerse con la vocación es un riesgo
Juan Manuel Roca
Cómo acertar con mi vida
Cómo acertar con mi vida
Juan Manuel Roca

        El Señor nos ha pedido todo el amor, toda la vida, todo el corazón, toda la inteligencia. Ese es el primer mandamiento, que expresa la orientación más profunda, el sentido más fundamental de toda vida humana. Por eso, cuando el Señor se mete en nuestra vida mostrándonos más claramente sus planes, es preciso responder personalmente sabiendo jugarse todo a una sola carta: la carta del amor de Dios.

        Entrar en ese juego supone un riesgo. Pero este riesgo no es un desafío temerario a la fortuna, no es lanzarse ciegamente al peligro por amor del peligro. Arriesgar, en este caso, es afrontar ese algo de inseguro, de desconocido, que hay en comprometer nuestro futuro en los planes que Dios nos propone sin saber de antemano si va a ser fácil o difícil, si sabremos superar las dificultades, si nos cansaremos o no, si seremos capaces, si seremos fieles, si seremos felices... Ya hemos hablado del riesgo de ponerse en manos de Dios al tratar de la certeza necesaria para decidirse a decir que sí a Dios, en la parte IV del capítulo anterior. Sólo añadiría ahora que el Señor ha prometido a quienes corren el riesgo de entregarse que les premiará con el ciento por uno en esta vida y la vida eterna (Mt 19, 29); pero, aun así, nunca deja de ser necesario arriesgar, fiarse de Dios. El Señor lo ha dispuesto así, porque lo contrario sería convertir la entrega en una especie de trámite frío, un negocio de conveniencia que se resolvería con un simple cálculo de pérdidas y ganancias: sería como negar al hombre la capacidad de amar y de empeñar su vida generosamente por ese amor.

        No se puede hacer en este mundo nada que valga la pena sin exponerse. En toda vocación, en toda empresa, hay un componente de riesgo, y el que no es capaz de arriesgarse por aquello que ama, acaba haciéndose incapaz de amar. Todas las grandes metas y aspiraciones son indecisas; se vislumbran pero entre tinieblas, hay que avanzar hacia ellas por terreno desconocido: por eso toda vocación, toda empresa valiosa, tiene algo de aventura, de apuesta, e implica audacia y confianza.

        ¿Qué nos puede impedir arriesgar? A veces, pueden ser motivos de temor: el miedo al posible fracaso, la incógnita de lo desconocido pueden atenazar nuestras energías, bloquearnos y dejarnos anclados en puerto. Pero me parece que el enemigo más insidioso es la satisfacción –sentirnos satisfechos de lo que ya hacemos–, porque quita el ánimo y la ilusión de dar más, de ser mejores, de hacer con nuestra vida todo el bien que podamos.

        Recuerdo un relato sobre dos hermanos que tomaban parte en una batalla de la guerra mundial en Francia. En pleno combate uno de ellos cayó gravemente herido. El hermano ileso pidió permiso para ir a recogerlo. El oficial le hizo ver que esa salida era muy arriesgada: se jugaba la vida, pero él insistió y recibió finalmente el permiso. Llegó a tiempo, su hermano estaba vivo, aunque muy malherido: "sabía que vendrías", fueron sus últimas palabras; inmediatamente murió. Su hermano cargó con el cadáver y volvió con él a sus líneas. Cuando llegó a retaguardia, el oficial le comentó que no había merecido la pena arriesgar la propia vida por un cadáver, pero el buen hermano respondió: "hice lo que él esperaba de mí".

        En realidad, para valorar la calidad de nuestra vida, para saber si la vivimos de un modo que valga la pena, basta hacerse esta pregunta: ¿hacemos lo que espera Dios de cada uno de nosotros? ¿Lo hacemos dispuestos a jugarnos la vida? Porque, no lo olvidemos nunca, "el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por Mí, la encontrará" (Mt 16, 25).