No tengo seguridad
Juan Manuel Roca
Cómo acertar con mi vida
Cómo acertar con mi vida
Juan Manuel Roca

        Esto es normal en cualquier vida presente. Seguridad, seguridad, el cien por cien, sólo se encuentra en Dios. Humanamente buscamos seguridad y Jesús nos reclama confianza.

        Hay una escena del Evangelio que recoge un momento de la vida de San Pedro que nos puede dar luz sobre la seguridad cuando se trata de las cosas de Dios. Ya había entrado la noche y los discípulos remaban cruzando el lago de Genesaret, con viento fuerte que levantaba las olas. Jesús no iba con ellos, porque se había quedado solo en la otra parte, haciendo oración, y les había pedido que salieran sin Él. Cuando ya llevaban bastante tiempo remando en contra del viento, Jesús se acercó a ellos andando sobre las aguas. Los discípulos, al verlo, se asustaron y empezaron a gritar de terror, pensando que era un fantasma. Jesús les tranquilizó: "tened confianza, soy yo, no temáis". Y Pedro, para asegurarse, le gritó: "Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas". Jesús le respondió: "ven". Pedro, ni corto ni perezoso, salió de la barca y empezó a hacer algo humanamente inexplicable: él también caminaba sobre las aguas. Todo iba bien hasta que reparó de nuevo en como soplaba el viento y se agitaban las olas. Entonces parece que se dio cuenta de que estaba haciendo algo completamente ilógico; ante la falta de seguridad de aquella situación, empezó a dudar, le volvió a dominar el miedo y empezó a hundirse en aquel mar embravecido. Gritó de nuevo: "¡Señor sálvame!". Al instante Jesús le tendió la mano, lo agarró, y le dijo: "¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?" (Mt 14, 22-33).

        Toda entrega supone un abandono en las manos de Dios, que son buenas manos; pero para llegar a Él, a veces es necesario actuar como quien da un paso adelante en el vacío, en la oscuridad: sin la garantía que suponen las seguridades humanas, fiándose sólo de Dios. Pero la oscuridad y el vacío son sólo aparentes: allí está Dios esperándonos con los brazos abiertos. San Juan de la Cruz lo expresaba muy bien en aquellos versos que empiezan: "Tras de un amoroso lance / y no de esperanza falto, / volé tan alto, tan alto / que le di a la caza alcance". Expresa así la salida del alma de las seguridades de la tierra para atreverse a volar alto, tras el amor; y, después de otros versos en los que glosa esa idea, dice: "y por ser de amor el lance / di un ciego y oscuro salto / y fui tan alto, tan alto/que le di a la caza alcance".

        Me parece que hace al caso recoger aquí una narración breve, un relato fantástico, pero por eso mismo muy real, porque la vida del hombre, criatura de Dios, está llena de misterio y no siempre puede interpretarse simplemente basándose en seguridades humanas.

        El protagonista es el hijo de un marino al que un día, cuando no era más que un niño, su padre invita a dar un paseo en barco. Ya en alta mar, de repente, el niño descubrió a lo lejos un enorme pez de aspecto terrible que seguía al barco. Rápidamente llamó la atención de su padre. Pero su padre no veía nada y creyó que eran figuraciones de su hijo. Sin embargo, vuelve a ocurrir lo mismo en un segundo viaje y esta vez el padre lo entiende todo. Pálido de miedo, le explica a su hijo: "Ahora temo por ti. Eso que has visto es un Colombre. Es el pez que los marineros temen más que a ningún otro en todos los mares del mundo, un animal terrible y misterioso, más astuto que el hombre. Por motivos que nunca nadie sabrá escoge a su víctima y la sigue años y años, la vida entera, hasta que consigue devorarla. Y lo más curioso es esto: que nadie puede verlo si no es la propia víctima". "¿Y no es una leyenda?" Preguntó el hijo. "No –respondió el padre–; yo nunca lo he visto, pero lo han descrito: hocico fiero, dientes espantosos... No hay duda, hijo mío: el Colombre te ha elegido, y mientras vayas por el mar no te dará tregua. Vamos a volver a tierra y nunca más te harás a la mar por ningún motivo... Tienes que resignarte. Por otra parte en tierra también puedes hacer fortuna".

        Le pide, así, que renuncie, en pro de la seguridad, a una vida libre y audaz: el mar es símbolo de esa vida de amplios horizontes, que sabe de dificultades, de peligros y mil emociones, pero entusiasmante y llena de grandeza. El resto del cuento relata el éxito que este hijo, al crecer, consiguió en su vida en tierra. A los ojos de todos es un triunfador. Sólo él sabe que su vida ha sido un fracaso, que en el fondo de su alma sigue presente, como una herida abierta, la renuncia a lo que debería haber sido su propia vida, la que le habría hecho feliz.

        Un día, ya viejo y cansado, sintiendo cerca la muerte, decide hacer por fin algo valioso: afrontar aquel peligro, enfrentarse con aquel animal que había visto muchas veces, cada vez que se acercaba al mar, a cierta distancia de la costa. Una noche cogió un arpón, subió en una pequeña barca y se internó en el mar. Al poco tiempo aquel horrible hocico asomó junto a la barca. "Aquí me tienes, ahora es cosa de los dos", dijo nuestro hombre; y levantó el arpón para lanzarlo contra el Colombre. Pero entonces sucedió algo extraordinario. El pez empezó a hablar, con voz suplicante: "Ah, qué largo camino para encontrarte. También yo estoy destrozado por la fatiga. ¡Cuánto me has hecho nadar! Y tú huías y huías... porque nunca has comprendido nada". "¿A qué te refieres?", preguntó el hombre, sorprendido. "A que no te he seguido para devorarte. El único encargo que me dio el rey del mar fue entregarte esto". Y el gran pez sacó la lengua, tendiendo al anciano una esfera fosforescente. Él la cogió entre las manos y la miró. Era una perla de tamaño desmesurado. Inmediatamente reconoció en ella la famosa perla del mar, que procura fortuna poder, amor y paz de espíritu a quien la posee.

        En aquel instante el viejo lo entendió todo; y entendió también que ahora era demasiado tarde. "¡Ay de mí! –empezó a decir–, ¡qué horrible malentendido! Lo único que he conseguido es desperdiciar mi existencia, y he arruinado también la tuya". "Adiós, hombre infeliz", respondió simplemente el Colombre, y se sumergió en las aguas para siempre (D. Buzzati, El Colombre, en Los siete mensajeros y otros relatos).

        ¿Cuántas veces hemos huido de lo que nos traía quizá la felicidad porque no hemos querido correr riesgos? ¿No habremos cambiado seguridad por felicidad, una vida cómoda por una vida lograda? ¿No estaremos renunciando al regalo del gran señor del mar, a la perla preciosa, por dar crédito a ciertas historias que nos cuentan, que están en boca de muchos "prudentes" que "saben de la vida", por el miedo al qué dirán? ¿No nos estará faltando audacia para ir mar adentro, para caminar sobre las aguas si comprendemos que nos llama el Señor?

        ¡Ave, maris Stella!: ¡Salve, Estrella del mar!, dice un antiguo himno que la liturgia dedica a la Virgen María. Se lo decimos nosotros mientras nos confiamos a su protección para que su luz y la seguridad de que Ella está dispuesta a guiarnos en nuestra travesía transformen nuestro temor en audacia, nuestra reticencia en decisión.