Lágrimas para Patán
Enrique Monasterio
Mundo Cristiano
Pensar por libre
Enrique Monasterio

 

 

 

La gran tragedia

        Yo conozco un colegio de Enseñanza Media desde el que se ve amanecer sobre el mar. Estuve allí de visita hace un par de años, y no me quedé de milagro. Aún sueño con la insensata idea de volver algún día para trabajar entre niños y naranjos.

        Lo recuerdo hoy porque acabo de recibir este emilio:

        "En el oratorio del Colegio –escribe el director– tenemos un dietario donde los niños van escribiendo, día a día, las intenciones por las que quieren aplicar la Santa Misa. Le adjunto el texto de hoy, que no tiene desperdicio. El chico es de 2º de ESO y lleva todo el día llorando como una Magdalena:

        "Por mi perro, porque lo quiero, y que Dios lo tenga con él y lo quiera y cuide mejor que yo.
        Por mi perro y los ratos felices que me ha hecho pasar, las veces que le he acariciado, cuidado, lavado y dado de comer, las veces que se ha escapado y lo he reñido, los malos ratos con él, que han sido pocos.
        Por mi perro que se llamaba Patán y lo quería y lo seguiré queriendo hasta el final de mi vida.
        Te quiero, Patán. No te olvidaré jamás.
Era un gran perro, el mejor que se pueda desear, y que lo pase bien al lado de Dios porque se lo merece.
        Adiós. Te quiero".

        No voy a tomarme a broma la tragedia de un chaval de 14 años que acaba de perder a su mejor amigo. También yo tuve un perro a esa edad –incluso le dediqué un artículo en Mundo Cristiano–, y charlaba con él horas y horas en mis momentos de melancolía. No es raro que la adolescencia se manifieste así: lánguida, sensible, incomprendida y con granos hasta en el alma.

Un gran y generoso corazón

        El redactor de tan insólita necrológica tiene, sin duda, un corazón grande y generoso y una sensibilidad literaria que sus profesores sabrán encauzar a su debido tiempo. De paso le enseñarán que los cánidos, aunque despierten delicados sentimientos de ternura, no pueden ser objeto de sufragios. Personalmente estoy convencido de que, al final de los tiempos, los "nuevos cielos y la nueva tierra" albergarán toda suerte de animales, domésticos y salvajes, que enriquecerán ese mundo resucitado; pero, en rigor, los perros, como las truchas o las avutardas, serán sólo eso: un adorno espléndido, una manifestación de la gloria, la belleza y el poder de Dios.

        Sin embargo vale la pena añadir algo más.

        La ética dominante, es decir la que predican cada día los telefilms de adolescentes norteamericanos, parece afectada por esa epidemia posromántica, que tantos estragos causó en el último siglo. Es una moral que mide la bondad o maldad de nuestras acciones no por criterios objetivos, sino sólo por los sentimientos que expresan. Un sentimiento "noble" podría ennoblecerlo todo: desde el suicidio al adulterio.

Con el sentimiento por delante

        El romanticismo moral da por supuesto que los afectos deben ser siempre exaltados, jamás reprimidos ni orientados, ya que, por definición, son inocentes; en ellos radicaría la dignidad de la persona. Es curioso cómo la cultura anglosajona ha viajado desde la coerción puritana de cualquier emoción "incorrecta" hasta la glorificación de las hemorragias afectivas y de los achuchones lacrimosos.

        Esta mentalidad ha calado hondo. Ya digo, la tele hace milagros. Ahora incluso los niños de pueblo saben decir eso tan televisivo de "mamá, has herido mis sentimientos" cuando su progenitora le reprocha su excesivo apego al canario flauta o a su primita Matilde.

        Tampoco yo quiero herir más sentimientos –¡Dios me libre!–. Además estoy seguro de que en ese colegio de que hablamos sabrán formar la personalidad de nuestro poeta, le enseñarán a crecer, a orientar su afectividad en la dirección justa, a amar con lágrimas y sin lágrimas, pero con reciedumbre, con un corazón aún más grande y generoso.

        —Pues a mí –me interrumpe Elisa, que tiene ya 15 años– me encantaría conocer a ese niño. Debe ser supermono.

        —Lo siento, no tengo su teléfono.