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Juan Manuel Roca
Cómo acertar con mi vida
Cómo acertar con mi vida
Juan Manuel Roca

La oscuridad luminosa de la fe

        Ya en la parte IV del capítulo anterior, en un apartado titulado "La certeza necesaria para la decisión" –cuya relectura puede ser ahora muy oportuna– hemos visto que la conciencia de la vocación no se sitúa en el terreno de la evidencia, ni en el de las pruebas experimentales. Se coloca más bien en el terreno de la fe, de la certeza moral, de la visión sobrenatural.

        Dios jamás presenta la llamada de manera necesaria u obligatoria, de manera que no haya más remedio que decirle que sí o rechazarle con plena conciencia y frialdad. Nos deja libres, nos hace comprender la vocación como una posibilidad que se nos propone; y nosotros debemos buscar los motivos para decir que sí, que son muchos. Dios no echa la puerta abajo, sino que llama suavemente a nuestro corazón: "Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre, entraré y cenaré con él, y él conmigo" (Apc 3, 20).

        Sin embargo, es muy común que, aunque el Señor esté a nuestro lado, no tengamos las disposiciones del alma necesarias para advertir su presencia, para entender lo que nos quiere decir, para seguirle confiando en su fidelidad. Conocemos lo que San Lucas relata en el pasaje de los discípulos camino de Emaús: "Jesús caminaba con ellos pero sus ojos eran incapaces de reconocerle" (Lc 24, 15-16). Se da muchas veces ese tipo de ceguera, una incapacidad que no es física, sino espiritual.

        La vida de fe alcanza su máxima expresión, y su carácter más sobrenatural, cuando el creyente debe caminar en total oscuridad. Abraham, el Padre del Pueblo Elegido, nos ofrece un ejemplo impresionante de fe. Al ser llamado por Dios –al que aún no conocía– para que abandonara la casa de su padre y su familia, su seguridad ya consolidada, y marchara con un puñado de sus más allegados a ocupar una tierra lejana y desconocida que el Señor prometía darle en herencia, no pidió un mapa, ni señales o garantías de que todo aquello iba a realizarse de verdad. Sabía que era Dios quien le llamaba y se puso en camino sin saber a dónde iba (Hb 11, 8). Cuando Dios prometió darle una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo y como las arenas del mar, a pesar de que él era ya muy anciano y su mujer estéril, creyó contra toda esperanza (Rom 4, 18) que Dios cumpliría su promesa, como hizo en efecto. Y cuando el Señor, pocos años después, le pidió que sacrificara a ese único hijo, el que había cumplido la promesa de descendencia, Abraham no dudó un instante y se dispuso a obedecer esa orden, porque confiaba en Dios aunque, lleno de dolor, no entendiera humanamente por dónde le quería llevar. Y Dios le premió por su obediencia llena de fe, deteniendo su brazo que ya se disponía a sacrificar a Isaac y renovando su bendición y sus promesas.

        Es en la noche de los sentidos y del alma donde brilla la fe. Podemos decir que vivimos verdaderamente de fe cuando no tenemos asidero humano al que podamos aferrarnos. Entonces, solos ante Dios y su palabra, hemos de decidir si nos fiamos de Él o no.

        El hombre que vive de la fe queda ejemplarizado en la persona de Abraham, padre de los creyentes. La respuesta de nuestro padre en la fe no se limita a un suceso, o a una temporada, sino que abarca toda su vida que se entrega a Dios sin condiciones. Vivir de la fe significa salir de nuestra tierra, de nuestras cosas, de nuestros intereses, de nuestras seguridades. Es la renuncia a nuestro propio mundo y a la imagen de nosotros mismos que hemos trazado unilateralmente. Quien quiere vivir de fe debe imitar la obediencia, presteza y vibración con que Abraham acoge la Palabra de Dios, y así experimentará también, como Abraham, la fidelidad de Dios, porque la vocación no es sólo fuente de compromisos, es sobre todo fuente de gracias sucesivas: en paralelo a la fe de Abraham aparece la fuerza de Dios, en la que Abraham confía.

        El hombre que vive de fe experimenta la oscuridad, porque Dios, en quien cree, parece estar en silencio. Pero no está ciego, con esa incapacidad de ver de la que hablábamos: tiene la luz de la fe, que es a la vez oscura, porque no tiene garantías humanas absolutas, y cierta, porque tiene la absoluta garantía de Dios. Lo que a los ojos humanos es locura y riesgo imprudente –abandonarlo todo y ponerse en camino sin tener claro qué nos vamos a encontrar, qué va a ser de nosotros–, para la mirada de fe es lo más lógico, lo más prudente y razonable, porque es Dios quien llama y Dios es fiel.

        Ante esta lógica tan distinta a la que nace de la visión puramente humana, se entiende muy bien la necesidad de la oración, de ser almas de oración, para que Dios pueda venir a nuestro encuentro y seamos capaces de salir al suyo. Se cuenta que alguien preguntó a un hombre prudente y sabio qué podía hacer para llegar a Dios, para encontrarle, para verle. El hombre le respondió: "tanto como puedas hacer para que salga el sol por la mañana". "Pero entonces –insistió el que preguntaba–, ¿para qué sirve esforzarme en llevar una vida de oración y los ejercicios que eso comporta?". El sabio contestó: "para estar despierto cuando salga el sol".

        Es Dios quien se acerca a nosotros, pero necesitamos tener el alma despierta para reconocerle y poder darle la respuesta de un hombre que vive de fe.