No sabría hacerlo, no seré capaz
Juan Manuel Roca
Cómo acertar con mi vida
Cómo acertar con mi vida
Juan Manuel Roca

 

 

 

 

 

Humildad humana y grandeza de Dios

        Estamos ante el que, en mi opinión, es el tema más importante que ha de considerarse cuando se trata de la vocación. Las exigencias del Evangelio son tales que, sin la ayuda de la gracia –la gracia de la vocación y las gracias sucesivas que Dios concede para responder fielmente a ella– sería imposible su seguimiento, como también lo sería si no ponemos de nuestra parte con diligencia toda nuestra buena voluntad. Dicho en visión histórica, ni Pelagio (que afirmaba que bastaban las solas fuerzas de nuestra voluntad, sin necesidad de la gracia), ni Lutero (que aseguraba que nuestras facultades naturales están tan corrompidas por el pecado que no podemos hacer nada bueno con nuestras fuerzas y que sólo la voluntad de Dios podría salvarnos) tenían razón, como ha enseñado constantemente el magisterio de la Iglesia. Hacen falta siempre las dos fuerzas: gracia y libertad, llamada y correspondencia, Dios con nosotros y nosotros con Dios. Dios, que te creó sin ti –afirma San Agustín–, no te salvará sin ti.

        La actitud humilde mantiene al hombre en una razonable sumisión al ideal de su vida (vocación). Sólo el hombre humilde, que se da cuenta perfectamente de su pequeñez, siente a la vez fuertemente la grandeza de Dios; por eso percibe la grandeza divina de su ideal, que le entusiasma porque se siente privilegiado, y se deja arrastrar por esa atracción para intentar corresponder adecuando su vida a esa dimensión que Dios le propone.

        Un individuo con visión utilitarista y desprovisto de grandes ideales se enmascara en su propia debilidad, impotencia o pereza, o habla de la vocación como de algo inalcanzable, que le supera. He conocido algunos que se revuelven, no sin cierto resentimiento o enfado, contra quien les habla de la posibilidad de seguir al Señor de cerca. Esta actitud esconde siempre falta de humildad y la consecuente huida hacia situaciones más fáciles. El hombre humilde sabe conformarse e incluso está agradecido. El hombre humilde no disminuye sus compromisos y obligaciones, sino que lucha por crecer para adecuarse a esas exigencias, que comprende que son más fuertes que él, pero no más fuertes que Dios.

        El hombre con ideales debería ser siempre auténticamente humilde. Si el Evangelio habla tanto de humildad es porque lo que se predica supera al hombre. Por eso, el cristiano no puede conformarse con una mentalidad utilitarista que todo lo mide por el provecho inmediato. Para un utilitarista la humildad es superflua, porque rebaja al hombre. La fuerza de voluntad necesaria, junto a la gracia de Dios, brota del amor, pero el amor debe basarse en la humildad si no quiere sucumbir a la propia debilidad, que necesariamente llevaría a rebajar las exigencias de eso que Dios nos puede pedir, hasta hacerlas "proporcionadas" a lo que humanamente parece "razonable" o "asequible". Como escribía Karol Wojtyla, antes de ser Juan Pablo II, el hombre quedaría envilecido si no se sintiese pequeño ante la auténtica grandeza.