La vida intelectual: pensar, leer, escribir
Jaime Nubiola
Invitación a pensar
Invitación a pensar
Jaime Nubiola

 

La trama es pensar con sus riesgos

        En el año 2004 el matemático colombiano Fernando Zalamea ganaba el premio internacional de ensayo Jovellanos, con una aguda reflexión sobre la cultura actual titulada Ariadna y Penélope. Redes y mixturas en el mundo contemporáneo. La primera parte de este título podría aplicarse también a estas páginas, pues ambas mujeres de la tradición clásica, ocupadas con hilos y telares, servirían para ilustrar tanto la común desorientación en nuestros días acerca de la vida intelectual como la fidelidad y paciente tenacidad que ese estilo de vida requiere. En esta dirección, me gusta comparar la vida intelectual al trabajo en uno de aquellos antiguos telares manuales que ya sólo pueden encontrarse en los museos etnográficos. Podría decirse que en el telar de la vida intelectual, la trama es el pensar, la urdimbre el leer y la escritura es el resultado de nuestro trabajo, el texto, pues —como ya advirtió Cicerón— «textus» viene de «tejer». Los textos, que son el mejor producto de la vida intelectual, son tejidos verbales, son los bordados elaborados con los hilos de la propia experiencia (pensar) y de la experiencia de los demás (leer).

1. La aventura de pensar

        Desde hace siglos la vida intelectual ha sido caracterizada como aquel tipo de vida en el que toda la actividad de la persona está conducida por el amor a la sabiduría, por el amor sapientiae renacentista, por la búsqueda de la verdad. Lo que más nos atrae a los seres humanos es aprender: «Todos los hombres por naturaleza anhelan saber», escribía Aristóteles en el arranque de su Metafísica. Como el aprender es actuación de la íntima espontaneidad y al mismo tiempo apertura a la realidad exterior y a los demás, la vida de quienes tienen esa aspiración a progresar en la comprensión de sí mismos y de la realidad, resulta de ordinario mucho más gozosa y rica. No hay crecimiento intelectual sin reflexión, y en la vida de muchas personas no hay reflexión si no se tropieza con fracasos, conflictos inesperados o contradicciones personales. La primera regla de la razón —insistió Peirce una y otra vez— es «el deseo de aprender»; y en otro lugar escribía: «La vida de la ciencia está en el deseo de aprender». La experiencia universal, la de todos y la de cada uno, muestra con claridad que quien realmente desea aprender está dispuesto a cambiar, aunque el cambio a veces pueda resultarle muy costoso. Por eso el ponerse a pensar es una aventura que entraña riesgos, pues el genuino deseo de aprender implica el no darse por satisfecho con lo que uno tiende naturalmente a pensar, sea por tradición, hábito o costumbre.

Una actividad de tres componentes         El aprendiz progresa cuando centra su atención en tres zonas distintas de su actividad: espontaneidad, reflexión y corazón. Están las tres íntimamente imbricadas entre sí. Quizás esto se advierte mejor en su formulación verbal activa: decir lo que pensamos (espontaneidad), pensar lo que vivimos (reflexión), vivir lo que decimos (corazón). Esas tres áreas pueden ser entendidas como tres ejes o coordenadas del crecimiento personal. Podrían denominarse también asertividad, que es el trabajo sobre uno mismo para ganar en protagonismo del propio vivir: es independencia afirmativa, confianza en las propias fuerzas, conocimiento de la potencia del propio esfuerzo; creatividad, que es el esfuerzo por reflexionar, por escribir, por fomentar la imaginación, por cultivar la «espontaneidad ilustrada»: lleva a convertir el propio vivir en obra de arte; y corazón, que es la ilusión apasionada por forjar relaciones comunicativas con los demás, para acompañarles, para ayudarles y sobre todo para aprender de ellos: el corazón es la capacidad de establecer relaciones afectivas con quienes nos rodean, relaciones que tiren de ellos —¡y de nosotros!— hacia arriba.
Para fijar lo pensado

        La espontaneidad es la esencia de la vida intelectual; requiere búsqueda, esfuerzo por vivir, por pensar y expresarse con autenticidad. «Hay sólo un único medio —escribirá Rilke al joven poeta—. Entre en usted. (...) Excave en sí mismo, en busca de una respuesta profunda». La fuente de la originalidad es siempre la autenticidad del propio vivir. Transferir la responsabilidad del vivir y el pensar a otros, sean estos autoridad, sean los medios de comunicación social que difunden pautas de vida estereotipadas, puede resultar cómodo, pero es del todo opuesto al estilo propio de quien quiere dedicarse a una vida intelectual. Como escribió Gilson, «la vida intelectual es intelectual porque es conocimiento, pero es vida porque es amor». Transferir a otros las riendas del vivir, del pensar o del expresarse equivaldría a renunciar a esa vida intelectual, a encorsetar o fosilizar el vivir y a cegar la fuente de la expresión.

        Quizá cada persona pueda progresar en esas coordenadas por sendas muy diversas, pero el camino que recomiendo es el de la escritura personal. El cultivo de un pensar apasionante alcanza su mejor expresión en la escritura. Ésta es también la recomendación de Nilo de Ancira en el siglo IV: «... es preciso sacar a la luz los pensamientos sumergidos en las profundidades de la vida pasional, inscribirlos claramente como en una columna y no ocultar su conocimiento a los demás para que no sólo el que pasa por casualidad sepa cómo atravesar el río, sino también para que la experiencia de unos sirva de enseñanza a otros de forma que todo el que se proponga llevar a cabo ahora esa misma travesía le sea facilitada por la experiencia ajena». Además, poner por escrito lo que pensamos nos ayuda a reflexionar y a comprometernos con lo que decimos: «Escribir —dejó anotado Wittgenstein con una metáfora de ingeniero— es la manera efectiva de poner el vagón derecho sobre los raíles».

Del pensamiento a la creatividad

        El pensamiento es algo que a los seres humanos nos sale o nos pasa —como el pelo o la maduración sexual— independientemente de nuestra voluntad: no pensamos como queremos. Sin embargo, en el desarrollo del pensamiento tienen un papel muy relevante el entorno social, la lengua y el ambiente en el que acontece el crecimiento de cada una o de cada uno. El horizonte de la vida intelectual se ensancha mediante el estudio, la conversación, la lectura y el cine, pero en particular se enriquece mediante la escritura de aquellas cosas que a cada uno interesan o inquietan. La maduración personal puede lograrse indudablemente de muy diversas maneras. La que quiero alentar aquí es el crecimiento en hondura, en creatividad y en transparencia que se adquiere cuando uno se lanza a expresar por escrito la reflexión sobre la propia vida. Se trata realmente —en expresión de Julián Marías— de «escribir para pensar».

        Cuando un universitario se empeña en escribir se transforma en un artista —o al menos en un artesano junto a su telar— porque descubre que el corazón de su razón es la propia imaginación. La espontaneidad buscada con esfuerzo se traduce en creatividad, y la creatividad llega a ser el fruto mejor de la exploración y transformación del propio estilo de pensar y de vivir, del modo de expresarse y de relacionarse comunicativamente con los demás.