Miedo a entregarse
Juan Manuel Roca
Cómo acertar con mi vida
Cómo acertar con mi vida
Juan Manuel Roca

 

Miedo y deseo de sinceridad

        Casi siempre que alguien se plantea, con fundamento, la entrega exclusiva y total a una llamada de Dios a su servicio aparece el miedo. Es lógico. La Biblia está llena de situaciones parecidas, hombres y mujeres sorprendidos y sobrecogidos por el "ven y sígueme". En la lógica normal todo tiene un peso y un contrapeso. El amor de Dios es distinto, es un amor por exceso. La mayor parte de las veces, en vez de acomodar subvierte los planes. Eso es lo que asombra, lo que da miedo. Y precisamente ese tipo de miedo suele ser indicio o síntoma de que el planteamiento de la vocación no es anecdótico o superficial, sino serio y fundado: se advierte como una posibilidad real para la propia vida ante la que sólo se puede responder sinceramente, sin desentenderse.

        Jorge Miras lo explica así: "No es un pensamiento, aunque te hace pensar mucho. No es una voz audible, pero dice o, más bien, hace intuir muchas cosas: cosas de amor, de generosidad, de entrega. Sabes, en el fondo de tu alma, que no eres tú quien te habla, pero insistes en responderte a ti mismo y, sin embargo, no consigues ponerte de acuerdo contigo mismo. Quieres quitarle importancia, como si fueran ocurrencias, pero no puedes dejar de volver sobre el asunto: no es que lo pienses, se te viene al pensamiento y ninguno de los argumentos que te propones para olvidarlo te deja buen sabor de boca. Pasas de aparentar indiferencia a reconocerte intranquilo, y hasta asustado, porque de vez en cuando, como si fuera un relámpago, te acomete una súbita audacia, como un presentimiento de cuánta alegría habría en ser generoso, un ardor repentino que te hace creerte capaz de todo. Pero enseguida te da miedo de tu propia valentía y vuelven a la carga, atropellándose, todos esos razonamientos (aunque sabes perfectamente que no son del todo verdaderos), que te llevan a decirte de nuevo que vaya ideas tontas se te han metido en la cabeza, como si no estuviera tu vida ya organizada y no supieras lo que quieres; que cada uno tiene su camino y el tuyo ya sabes perfectamente cuál es. Y luego otro de esos relámpagos –¿y si, a pesar de todo?…–, y una gran ansia de sinceridad, de dejar de disimular y dirigirte de una vez abiertamente al otro que te habla; y más miedo…" (Jorge Miras, Al encuentro de Cristo).

Parece imposible decir sí

        Pero ese miedo puede tener distintas salidas según nuestras disposiciones.

        Lo que Dios exige, cuando lo pide todo, siempre parece superar las posibilidades humanas, pero "lo que a los hombres es imposible es posible para Dios" (Lc 18, 27). Es muy importante dejarse conducir por Dios, descubrir que tenemos un Padre en el Cielo que nos quiere con locura, y ponerse en sus manos. La única manera de quitarse ese miedo es el amor, el amor es el que nos hace libres. Los santos son encarnación del amor filial de Cristo, que lleva a entregarse plenamente a la voluntad del Padre, porque, como advertía Santa Teresa, Dios no se entrega completamente a un alma, hasta que esa alma no se entrega completamente a Dios. Entonces, el miedo se convierte en alegría y entusiasmo: es Dios que nos dice –como tantas veces en la Sagrada Escritura–: No temas, soy Yo.

        En cambio, cuando Dios se hace presente con un nuevo don, con una nueva exigencia en la vida de una persona, si el alma no está bien dispuesta, se resiste como ante una intrusión: no quiere sacrificios ni renuncias, no comprende que el Amor vale más que los amores. Esa disposición normalmente se traduce en una especie de paralización o ceguera (¡no lo veo!), que lleva a dar largas a la solución del problema vocacional, y el miedo va cediendo el paso a la tristeza.

Mirando a Dios

        Una cosa es notar que las pasiones se rebelan, que nuestra capacidad de previsión se desconcierta, que el egoísmo protesta, que parecen derribarse los planes buenos y nobles que uno se había forjado; y otra, bien distinta, es no querer enfrentarse con la realidad de que el Señor pide algo. Estar inquieto, sentirse cobarde, ante la llamada de Dios es, en principio, buena señal. Pero hay que sobreponerse. Cuántas veces ha repetido Juan Pablo II aquel grito con el que abrió su pontificado: "¡No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo!". El miedo se supera fiándose de Dios, que nunca traiciona, pidiéndole, como San Agustín: Señor, dame lo que me pides y... ¡pídeme lo que quieras!

        A continuación veremos algunas posibles situaciones anímicas en las que se puede encontrar quien se plantea la llamada –algunas concreciones del temor de que venimos hablando– y las actitudes o soluciones que me parecen adecuadas, tratándose de una verdadera llamada divina.