Sin confesión no hay vocación
Juan Manuel Roca
Cómo acertar con mi vida
Cómo acertar con mi vida
Juan Manuel Roca

 

Para ver

        Aunque a alguno pudiera parecer esta conexión entre confesión y vocación un tanto forzada, advierto, desde el principio, que es adecuada. Quizá suceda que haya sido poco empleada o vivida. Dios habla en la conciencia, al corazón. Es necesario tener muy afinada la conciencia si queremos oír la llamada. Al fin y al cabo, lo que podemos aportar de nuestra parte, ante una posible llamada de Dios, no son tanto hechos extraordinariamente valiosos como una conciencia afinada para poder amar más y mejor.

        La confesión tiene mucho que ver con la vocación, pues sólo cuando afinamos nuestra conciencia podemos oír los toques del Paráclito. El gran combate entre el Espíritu de Dios y el propio espíritu se librará en nuestro corazón, y su resultado, feliz o desgraciado, fijará nuestro destino.

        Hay un punto en Surco que nos puede ayudar a entender hasta qué punto es necesaria la confesión para purificar, limpiar y fortalecer nuestra alma, disponiéndola para que pueda responder mejor a la llamada:

        "El Señor sembró en tu alma buena simiente. Y se valió –para esa siembra de vida eterna– del medio poderoso de la oración: porque tú no puedes negar que, muchas veces, estando frente al sagrario, cara a cara, El te ha hecho oír –en el fondo de tu alma– que te quería para Sí, que habías de dejarlo todo... Si ahora lo niegas, eres un traidor miserable; y, si lo has olvidado, eres un ingrato.

        Se ha valido también –no lo dudes, como no lo has dudado hasta ahora– de los consejos o insinuaciones sobrenaturales de tu Director, que te ha repetido insistentemente palabras que no debes pasar por alto; y se valió al comienzo, además –siempre para depositar la buena semilla en tu alma–, de aquel amigo noble, sincero, que te dijo verdades fuertes, llenas de amor a Dios.

Valor de la sinceridad

        -Pero, con ingenua sorpresa, has descubierto que el enemigo ha sembrado cizaña en tu alma. Y que la continúa sembrando, mientras tú duermes cómodamente y aflojas en tu vida interior.

        -Esta, y no otra, es la razón de que encuentres en tu alma plantas pegajosas, mundanas, que en ocasiones parece que van a ahogar el grano de trigo bueno que recibiste...

        -¡Arráncalas de una vez! Te basta la gracia de Dios. No temas que dejen un hueco, una herida... El Señor pondrá ahí nueva semilla suya: amor de Dios, caridad fraterna, ansias de apostolado... Y, pasado el tiempo, no permanecerá ni el mínimo rastro de la cizaña: si ahora, que estás a tiempo, la extirpas de raíz; y mejor, si no duermes y vigilas de noche tu campo. (J. Escrivá, Surco, 677)

        Arrancar de una vez, extirpar de raíz, sólo se puede hacer en el sacramento de la Confesión. Un recipiente para ser llenado, tiene que estar vacío. San Agustín aplica esta aparente perogrullada a la vida espiritual: Si queremos disponernos para que Dios pueda llenarnos, hay que vaciar primero el recipiente con la humildad.

        Y para ser humildes hay que ser sinceros. En los años de juventud cuesta más porque todavía no nos hemos dado cuenta de la pobre pasta de la que estamos hechos, y nos parece impropia de nosotros cualquier falta o caída. Pero es preciso que estemos convencidos de que lo que importa no es mantener una apariencia irreprochable, aunque sea a base de ocultar nuestras miserias, sino dejar que el Señor nos cure de nuestras debilidades y nos libre de nuestros pecados: sólo Él nos puede hacer santos. No hay mal por grave que sea que Jesucristo no pueda curar: ¡Cuántos mudos, sordos y ciegos curó!

Con la gracia de Cristo

        Lo más importante de la revelación contenida en la sagrada escritura no es que nosotros seamos pecadores, sino que Dios perdona los pecados. Podemos renovar (hacer nueva) nuestra vida en el sacramento de la penitencia, que es un encuentro personal con Cristo resucitado. ¿No necesitaríamos revisar el objeto de nuestras confesiones? Cada una de ellas realiza por la gracia de Dios nuestra conversión, pero será más o menos profunda según nuestras disposiciones. No perdamos la ocasión de tomar en cada confesión al que San Pablo llama el hombre viejo –nosotros mismos, en la medida en que seguimos viviendo en la vieja esclavitud de nuestros pecados, sean hilos de seda o maromas– y echarlo en los brazos del Crucificado para resucitar con Él a la nueva vida que nos ha ganado en la Cruz.

        Cristo ha muerto por mí, por mis pecados. Eso quiere decir, como advertimos si damos la vuelta a la frase, que yo he hecho morir a Jesús de Nazaret, que mis pecados lo han aplastado. En la agonía del huerto de Getsemaní y en el Calvario también estaban mis pecados, Jesús los expiaba. No pueden ser más claras las palabras de la epístola a los Hebreos: "quienes pecan crucifican de nuevo, por su cuenta, al Hijo de Dios y lo exponen a la infamia" (Hb 6,6).

        Podemos y debemos conducir a la muerte al hombre viejo y caminar en la novedad de vida porque Cristo ha muerto por nosotros, por mí. Así, ese por mí, que antes significaba sólo "por mi culpa", después del humilde reconocimiento y la confesión, pasa a significar "en favor mío". Gracias a los sacramentos, que actualizan en nosotros los frutos de su Pasión, somos contemporáneos de Cristo y podemos acercarnos a Él, que nos acoge, nos cura y nos permite caminar a su lado, aprendiendo del Hijo de Dios a vivir como hijos de Dios.