El lío de las razas
Jaime Nubiola
Invitación a pensar
Invitación a pensar
Jaime Nubiola

 

 

 

La raza y lo políticamente correcto

        Cuando yo era niño estudiábamos en la enciclopedia escolar que había cinco razas: blanca, negra, amarilla, cobriza y aceitunada. Las tres primeras no ofrecían ninguna dificultad; la cuarta, la cobriza, tampoco planteaba problemas porque se identificaba con el color de los indios, los «pieles rojas » de las películas del oeste. Sin embargo, sobre la raza aceitunada flotaba siempre un cierto aire de misterio y una notable indefinición geográfica: se trataba —nos aclaraba la monja de mi colegio— de los malayos y polinesios. A mis ojos infantiles aquella clasificación del género humano en cinco razas resultaba insatisfactoria porque había muchos casos intermedios —o casos difíciles de clasificar como los gitanos trashumantes que yo veía— y porque se hablaba de una raza aceitunada cuando había aceitunas verdes y negras.

        Conforme pasaron los años aprendí que no era ya correcto ni científica ni políticamente hablar de razas. Sin embargo, cada vez que en Estados Unidos me hacen rellenar un impreso y me preguntan si soy caucásico, africano, asiático, latino o cosas parecidas, me inquieto tanto porque no sé realmente qué poner de mí —si caucásico o latino— como por la incertidumbre de qué habrá pasado con aquellos aceitunados de mi infancia para los que ya no hay ningún recuadro.

        Ahora lo políticamente correcto es la ceguera ante las razas. Nadie puede ser discriminado por el color de su piel, por su lengua, por su religión o por sus convicciones políticas. Pero en cuanto salimos a la calle y, sobre todo, cuando vamos a los barrios de nuestras ciudades en los que viven mayoritariamente los inmigrantes, advertimos que las diferencias saltan a la vista. Más aún: si tenemos la oportunidad de meternos en la vida del barrio descubriremos que en muchos casos las diferencias étnicas forman casi siempre barreras insuperables. ¡Cuántos elementos comunes entre ecuatorianos y españoles y qué enormes diferencias nos separan! ¿Quién iba a decirlo? ¿Qué ha pasado con la tan traída y llevada Hispanidad, que en muchos países se celebra el 12 de octubre como «día de la Raza»?

Duele

        Me ha impresionado el libro Diarios de la calle que recoge la experiencia vital de jóvenes con problemas en un barrio extremo de Los Angeles. Erin Gruwell, una magnífica maestra, logra rescatar a sus alumnos de la delincuencia poniéndolos a escribir en la línea del diario de Ana Frank y de diarios de jóvenes más actuales. Lo que más ha llamado mi atención es la sangrienta guerra entre las bandas juveniles de Los Angeles —latinos, negros, asiáticos— que se identifican básicamente por su raza. Los distintos, los otros grupos, son de otra raza. La raza es la etiqueta de la diferencia.

        A la vez que leía ese libro norteamericano llegó a mis manos el último Latinobarómetro que, tras 19.000 entrevistas en 18 países, arrojaba el dato de que siete de cada diez latinoamericanos rechazan a los inmigrantes pobres o de diferente raza. Pedro Dutour explicaba que «mientras América Latina reprocha la falta de apertura a sus ciudadanos en el viejo continente —sobre todo a España, a la que se achaca una responsabilidad histórica— cada país ve con malos ojos a los inmigrantes de otros países latinoamericanos, sobre todo a los que dejan su patria para buscar mejores oportunidades económicas». Parece una maldición. Una cooperante me escribe desde Tegucigalpa que «efectivamente los más racistas con los latinoamericanos son los mismos latinoamericanos. Los panameños detestan a los colombianos, los costarricenses a los nicaragüenses, los peruanos a los ecuatorianos, y los latinos a los indígenas... ¡mucho más que los españoles a todos ellos juntos!».

        Me duele que esto pueda ser así. Y me parece que es tarea de todos y de cada uno el acabar con este lío de las razas. En este sentido, el acceso de Barack Obama a la presidencia norteamericana nos invita a descubrir también que hay una sola raza, que es la del género humano.