¿Es posible la paz en Jerusalén?
Jaime Nubiola
Invitación a pensar
Invitación a pensar
Jaime Nubiola

 

 

La dificultad del conflicto

        En el pasado mes de julio estuve toda una semana en Jerusalén mientras las fuerzas israelíes machacaban los emplazamientos de Hezbolá en el sur del Líbano. Sorprendentemente, en aquellos días de guerra Jerusalén hacía honor al significado de su nombre como «ciudad de la paz». Las consecuencias de la guerra se hacían visibles sólo en la ausencia de turistas y en la algarabía de los niños que con sus padres se habían refugiado en los hoteles de la ciudad para evitar las bombas en Haifa y las demás localidades del norte. En los rostros de todos los adultos podía advertirse un notable dolor y una profunda incertidumbre ante el futuro.

        Los medios de comunicación de nuestro país se posicionaron en su mayor parte contra la acción bélica de Israel, pero otros, los menos, trataron de explicarla. Ahora, terminada afortunadamente la confrontación directa, se están depurando responsabilidades en el ejército y en la política israelíes, y es quizá un momento más adecuado para intentar comprender un poco mejor la situación. La presencia de nuestros soldados en Oriente Medio es una invitación también para ganar una visión más completa de los países involucrados en conflicto.

        Israel tiene paz con Egipto y con Jordania y quiere la paz con el Líbano, pero detrás del Líbano están Siria e Irán que no quieren la paz con Israel, sino llana y simplemente su eliminación. No puede entender Israel quien no comprenda que la tragedia del Holocausto está en su origen contemporáneo como nación. Nadie defendió a los judíos ante el Tercer Reich y están persuadidos de que nadie les defenderá si llega a producirse una ofensiva general islámica en contra de Israel: es un país rodeado de 200 millones de islámicos. Por su parte, los Estados Unidos —y con ellos la comunidad internacional— están luchando contra el terrorismo en Irak y Afganistán y mantienen una atención permanente sobre Irán y Siria. Se trata, por así decir, de un damero maldito de conflictos, entrelazados por las alianzas que genera el odio a un enemigo común. Más aún, dentro de cada comunidad hay una permanente división entre los violentos y los pacíficos, entre los halcones y las palomas, que van asumiendo protagonismo más o menos alternativamente.

Como en Toledo

        Israel tiene dentro de su territorio una comunidad palestina que aspira legítimamente a la soberanía nacional, tal como ha sido reconocido reiteradamente por las Naciones Unidas. Cuando en julio visité Belén tuve que cruzar el muro de separación construido por miedo a los terroristas palestinos y pude comprobar personalmente el trato humillante con el que unos seres humanos, los soldados israelíes, someten a otros, los palestinos de a pie. Pero también pude advertir el anhelo de muchos judíos —en particular de quienes se encuentran en el ámbito académico— por una paz estable y duradera, por una convivencia pacífica y cordial con los palestinos y con todo el mundo islámico. «Las palabras que salen del corazón llegan al corazón», me decía un buen amigo judío, experto en la convivencia internacional. Al escucharle pensaba que el mutuo conocimiento y el diálogo son los medios más eficaces para restaurar la paz.

        No hay soluciones violentas al terrorismo. La violencia represora no disuade a los terroristas, sino que multiplica su número exponencialmente: la violencia nunca es solución. En mis días en Jerusalén venía a mi memoria el recuerdo de la convivencia pacífica en Toledo en el siglo XIII que convirtió a esta ciudad en el centro cultural de su tiempo. Aquella era la verdadera alianza de las civilizaciones: personas de diferentes culturas y religiones fueron capaces de trabajar juntos, de colaborar al servicio de una finalidad más alta, de convivir en paz. Algo así hay que lograr ahora en el Oriente Medio. La construcción de la paz pasa siempre por el conocimiento mutuo, por la comprensión cordial, no por la destrucción y el sufrimiento. Estoy persuadido de que sólo así será posible la paz en Jerusalén, y, por extensión en el resto del globo, ya que en cierto sentido —como representaban los mapas anteriores al descubrimiento de América— Jerusalén es realmente el centro del mundo.