La batalla de la pornografía en la cultura actual
Jaime Nubiola
Invitación a pensar
Invitación a pensar
Jaime Nubiola

 

 

Por un mundo sin pornografía

        La batalla de la pornografía en la cultura actual Muchos de nosotros, a pesar de los filtros instalados, solemos recibir a diario en nuestra buzón de correo electrónico muchos y variados anuncios de la pornografía más asquerosa y degradante que los seres humanos han sido hasta el momento capaces de imaginar. No hace mucho me llegaba un anuncio invitándome a ganar dinero convirtiendo mi web en una tienda de pornografía mediante pago por teléfono. Como argumento de peso en favor de la oferta indicaban que en la actualidad hay 250 millones de usuarios de internet y que el 75% del uso es para pornografía. Quizá no sean fiables esas cifras, pero de un reciente reportaje acerca de Google me llamaba la atención que reciben 150 millones de consultas diarias desde más de 100 países y que el tema por el que más se interesa la gente de todos esos países es el sexo. Si se busca «sex» en Google proporciona en 0,08 segundos la friolera de 285 millones de resultados. Estos datos circunstanciales hacen pensar que la pornografía está mucho más difundida de lo que la torre de marfil académica tiende pudorosamente a pensar.

        En nuestra sociedad hay una notoria contradicción en toda esta materia, pues si bien relega la pornografía a las salas para exhibición condicionada, a las zonas especiales de los videoclubs o las sex shops sin escaparates, valora por el contrario muy positivamente el erotismo tal como muestran constantemente los medios de comunicación, la publicidad o las modas. Las transparencias y exhibiciones de las modelos en los desfiles de alta costura son un preciso indicador de este ambiente erotizado que multiplican los medios de comunicación. Quizá por ello muchas personas tienden a pensar que el erotismo es un valor cultural que puede llegar a ser un arte exquisito y sofisticado, mientras que la pornografía no sería otra cosa que el erotismo degradado para consumo de los incultos, pobres, o viciosos. Dicho al revés, esas personas piensan que si la pornografía está hecha de una manera artística puede ser aceptada bajo el nombre de erotismo. «No soy de los que consideran que el valor artístico lo absuelva todo», escribe a este respecto Umberto Eco. Yo tampoco. Más aún, pretendo persuadir a mis lectores —o al menos hacerles considerar— que un mundo sin pornografía sería un mundo mucho mejor que el presente, y que por tanto, como intelectuales y humanistas, tenemos la obligación de poner todas nuestras fuerzas intelectuales y personales en favor de ese mundo mejor.

Diferencias y semejanzas en los términos

        Para ello, deseo, en primer lugar intentar clarificar un poco los conceptos y la terminología en torno a la pornografía y al erotismo; en segundo lugar, desearía abordar brevemente el problema del desnudo artístico y el arte erótico; en tercer lugar, trataré de identificar las coordenadas principales de la pornografía, y en cuarto lugar me gustaría apuntar algunas de las claves con las que —a mi entender— cabría afrontar toda esta cuestión.

Aclaraciones terminológicas y conceptuales en torno a «pornografía» y «erotismo»

        Se dice de la pornografía que es difícil de definir, pero muy fácil de reconocer. Mucha gente para dilucidar este tipo de cuestiones suele acudir en primer lugar al Diccionario de la Real Academia, pues en ese diccionario vienen registradas distinciones muy sutiles que operan en nuestra cultura a través de la lengua. En nuestro caso, las definiciones de los dos términos que nos ocupan son las siguientes:

Pornografía. Carácter obsceno de obras literarias o artísticas. 2. Obra literaria o artística de este carácter. 3. Tratado acerca de la prostitución.

Erotismo. Amor sensual. 2. Carácter de lo que excita el amor sensual. 3. Exaltación del amor físico en el arte.

La pornografía es para excitar

        Lo que más llama la atención de ambas definiciones es quizás la proximidad entre ambos términos, con la diferencia importante de que la pornografía es considerada «obscena», esto es, como algo que no debe aparecer en escena, y está relacionada con la prostitución, mientras que el erotismo alude más bien a la exaltación de la dimensión física y sensual del amor. Sin duda resultan útiles estas definiciones del diccionario, pero me parece que quizá puede resultarnos todavía más útil lo que escribió a este respecto el novelista Walker Percy, refiriéndose en particular a los libros:

        La pornografía se diferencia de otros escritos en que hace algo que los otros libros no hacen. Hay novelas que aspiran a entretener, a decir cómo son las cosas, a crear personajes y aventuras con los que el lector pueda identificarse. En cambio, la pornografía hace algo completamente diferente: trata de modo completamente deliberado de excitar sexualmente al lector. Esto es algo en lo que podemos estar de acuerdo los cristianos y los no cristianos, los científicos y los profesores de lengua, pues no tiene gran misterio.

        Percy en esas líneas proporciona una verdadera definición pragmática de «pornografía». Son obras pornográficas aquellas que se hacen, se comercializan y se consumen como excitantes sexuales. No es una cuestión de qué se exhibe, hasta dónde se enseña, sino que guarda relación directa con los propósitos de sus autores. Se trata de productos comerciales diseñados para producir o favorecer la excitación sexual de la audiencia encarnando sus fantasías sexuales. Obviamente tienen estas condiciones las películas que se proyectan en las salas especiales con esta finalidad, las que se venden en las zonas correspondientes de los videoclubs, o las imágenes que se distribuyen gratuitamente o de pago a través de internet. Así lo saben tanto sus distribuidores como sus consumidores.

Entre arte y erotismo

        Sin embargo, la frontera entre estos productos y la llamada «pornografía de lujo» —que aspira a ser aceptada bajo el rótulo de «erotismo»— es del todo borrosa. Nadie duda de la fuerte carga pornográfica de algunas películas que aspiran a aunar una cierta calidad técnica con un mayor éxito comercial mediante la explotación publicitaria de la novedad transgresora en materia sexual, intercalada con otras escenas de notable valor lírico o con historias de gran fuerza expresiva. Cuántas personas que jamás acudirían al cine para ver una película pornográfica son capaces de asistir —so capa de arte, literatura o cosa parecida— a las escenas de intimidad sexual más explícitas que jamás hubieran podido imaginar.

        La realidad de las películas o los programas de televisión —en particular los reality shows— son del todo explícitos a este respecto, y cuando son programas aparentemente inocuos, las pausas para la publicidad hacen evidente la intensa erotización de nuestra sociedad. «La saturación de sexo en la publicidad —me escribía un publicista— está banalizando hasta tal extremo el mensaje publicitario que resulta cada vez más difícil encontrar la frontera entre una marquesina de moda (por poner un ejemplo) y el último número de Penthouse». De manera semejante, como una de las actividades que más excitan sexualmente a los seres humanos está el ver desnudarse a una persona del sexo opuesto, muchos guiones de películas «exigen» a sus protagonistas estar permanentemente entrando y saliendo de la ducha, o muchos anuncios de colonia requieren de sus modelos que aparezcan en escena tal y como vinieron al mundo.

El desnudo artístico y el arte erótico

        Las calles de las grandes ciudades de los países católicos, desde Buenos Aires hasta Roma pasando por Madrid o Barcelona, están llamativamente adornadas por los más sofisticados anuncios de lencería íntima o de mínimos trajes de baño, o si anuncian cerveza o whisky, a menudo quienes aparecen en los anuncios lucen también un muy escaso vestuario. No suele suceder así en las ciudades angloamericanas, que son de tradición puritana. La tradición católica ha convivido con el desnudo bastante bien quitando y poniendo estratégicas hojas de parra al vaivén de los cambios de la sensibilidad cultural en esta materia, incluida la Capilla Sixtina.

La Doctrina de la Iglesia y el desnudo

        La enseñanza de la Iglesia Católica en todo este campo «no es efecto de una mentalidad puritana ni de un moralismo estrecho, así como no es producto de un pensamiento cargado de maniqueísmo» (Juan Pablo II, Audiencia general, 29 abril 1981): no está en contra del desnudo artístico, sino radicalmente en contra de la desnaturalización del sexo mediante su utilización comercial o su deliberada exhibición ante terceras personas, porque tales conductas degradan la dignidad de la comunicación sexual y envilecen a las personas. A este respecto, vale la pena —me parece— recordar la luminosa enseñanza de Juan Pablo II en su catequesis de 1981:

        En el decurso de las distintas épocas, desde la antigüedad —y sobre todo, en la gran época del arte clásico griego— existen obras de arte cuyo tema es el cuerpo humano en su desnudez; su contemplación nos permite centrarnos, en cierto modo, en la verdad total del hombre, en la dignidad y belleza —incluso aquella «suprasensual»— de la masculinidad y feminidad. Estas obras tienen en sí, como escondido, un elemento de sublimación, que conduce al espectador, a través del cuerpo, a todo el misterio personal del hombre. En contacto con estas obras —que por su contenido no inducen al «mirar para desear» tratado en el Sermón de la Montaña—, de alguna forma captamos el significado esponsal del cuerpo, que corresponde y es la medida de la «pureza del corazón».

        Digámoslo con otras palabras, el desnudo es —puede ser cuando es artístico— hermoso, muy hermoso e incluso tira de nosotros «hacia arriba»: es un elemento de sublimación. A mí me gusta recordar el comentario incidental que hace Juan Pablo II en su encíclica Mulieris dignitatem (n. 10) con ocasión del relato bíblico de la creación de Eva. Dios ha infundido un sueño profundo a Adán y forma de su costilla a Eva. Al despertarse Adán y ver a Eva desnuda enfrente de él, grita: «¡Guau! ¡Eres carne de mi carne y hueso de mis huesos!» y añade el Papa: «La exclamación del primer varón al ver la mujer es de admiración y de encanto: abarca toda la historia del ser humano sobre la tierra». Aquel grito de Adán lleno de admiración y de encanto atraviesa la historia de la humanidad y llega, sin duda, hasta nosotros hoy.

La intención de unos y de otros

        Sin embargo, prosigue Juan Pablo II en el texto antes comenzado, hay también producciones artísticas —y quizás más aún reproducciones [fotografías]— que repugnan a la sensibilidad personal del hombre, no por causa de su objeto —pues el cuerpo humano, en sí mismo, tiene siempre su inalienable dignidad—, sino por causa de la cualidad o modo en que se reproduce artísticamente, se plasma, o se representa. Sobre ese modo y cualidad pueden incidir tanto los diversos aspectos de la obra o de la reproducción artística, como otras múltiples circunstancias más de naturaleza técnica que artística. Es bien sabido que a través de estos elementos, en cierto sentido, se hace accesible al espectador, al oyente, o al lector, la misma intencionalidad fundamental de la obra de arte o del producto audiovisual. Si nuestra sensibilidad personal reacciona con repugnancia y desaprobación, es porque estamos ante una obra o reproducción que, junto con la objetivación del hombre y de su cuerpo, la intencionalidad fundamental supone una reducción a rango de objeto, de objeto de «goce», destinado a la satisfacción de la concupiscencia misma. Esto colisiona con la dignidad del hombre, incluso en el orden intencional del arte y de la reproducción (Audiencia general, 6 mayo 1981).

        Este texto de Juan Pablo II —y otros muchos suyos que se podrían aportar desde su libro Amor y responsabilidad— sugiere claramente que los problemas no están en el desnudo, sino en la intencionalidad del autor que reduce el cuerpo a objeto de goce para satisfacer su concupiscencia o la concupiscencia del espectador en lugar de ser genuina expresión de la intimidad personal.