El cambio de clima que necesitamos
Jaime Nubiola
Invitación a pensar
Invitación a pensar
Jaime Nubiola

 

 

No dramatizamos

        La mayor parte de los estudiantes universitarios tienen poco interés en el denominado cambio climático. «Yo sé poco del tema. A mí me interesa el tiempo, como mucho —me decía uno con descaro— del próximo fin de semana». De modo general, puede quizás afirmarse que los universitarios perciben el tema del cambio ambiental como una cuestión política, pues comprueban a diario en los medios de comunicación cómo los políticos utilizan en su favor los argumentos y los datos —algunos de ellos evidentes y otros a veces un tanto controvertidos— que aporta la comunidad científica internacional. Sin embargo, un buen número de estudiantes advierte también que lo que está en juego en este debate es, sobre todo, el estilo consumista de vida de los países más desarrollados y el destrozo que esta forma de vida está causando —quizás irreversiblemente— a nuestro planeta.

        El libro del profesor de Georgetown, John R. McNeill, Algo nuevo bajo el sol. Historia medioambiental del mundo en el siglo XX concluye después de quinientas apretadas páginas con un epílogo titulado «¿Qué podemos hacer?», en el que afirma que «resulta imposible saber si la humanidad ha entrado en una auténtica crisis ecológica. Está suficientemente claro que, desde un punto de vista ecológico, nuestras actividades son actualmente insostenibles, pero no podemos saber durante cuánto tiempo podemos seguir manteniéndolas o qué podría ocurrir si lo hacemos». Efectivamente, el futuro es incierto y esencialmente impredecible, pero lo que sabemos bien es que la razón humana es capaz de detectar los problemas y estudiarlos a fondo hasta dar con soluciones que, en este caso, hagan posible un horizonte de vida más esperanzador para todos. Esto requiere —tal como viene haciéndose ya desde hace algunos años— un trabajo interdisciplinar de científicos, ingenieros y planificadores sociales que mueva a los gobiernos a adoptar unas políticas eficaces en este campo. El premio Nobel de la Paz concedido a Al Gore y al Grupo Intergubernamental sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas parece sugerir que nos hallamos en el buen camino.

A los más pobres

        A pesar de las dudas que pueda haber sobre el proceso de calentamiento global a causa de las emisiones de CO2 de los países más industrializados, lo que es obvio —y así lo confirma el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo en su informe del 27 de noviembre de 2007— es que los efectos nocivos del cambio climático afectarán sobre todo a los más pobres: «En el mundo de hoy, son los pobres los que llevan el peso del cambio climático», indica este informe, que reconoce además que «los altos niveles de pobreza y el bajo desarrollo limitan la capacidad de los hogares pobres de administrar los riesgos climáticos». Todos tenemos bien comprobado que los desastres naturales afectan casi siempre a los más necesitados, a los que no tienen los recursos o la cultura para emigrar o los medios para contrarrestar la contaminación originada en la mayor parte de los casos por los países ricos.

        Al visitante de los Estados Unidos le llama la atención la obsesión nacional por el reciclaje, la separación de las basuras, la eliminación de los plásticos, etc., que, en cierto modo, es la contrapartida que anestesia la conciencia de un estilo de vida brutalmente consumista. «El nivel de vida y la protección al medio ambiente me parecen poco compatibles —me escribía un antiguo alumno desde México—. No es posible un combate frontal del cambio climático sin renunciar a ese estilo de vida, ya que por más bolsas de papel que usen en los supermercados, las terrazas de las casas están hechas de madera de teca de la selva de Indonesia, su coche híbrido está hecho en una fábrica que se construyó sobre un humedal en Coahuila o sobre una selva en Morelos, el tomate que consumen se siembra en lo que fue la selva espesa de la cuenca del Sinaloa y el café proviene de lo que fueron las selvas colombianas, brasileñas o mayas de México y Centroamérica».

El cambio preciso

        Comparto por entero ese severo diagnóstico. «Como habitantes de este planeta —me escribía desde Arizona Marcia Moreno-Báez, una experta en el manejo de recursos naturales—, tenemos la obligación de cuidar nuestra casa, pues no tenemos ningún otro sitio adonde ir. Es importante que aprendamos a convivir, a cuidar y disfrutar del único lugar de refugio que se nos ha dado y eso implica tener una visión de cooperación, de trabajo, de cuidado y de amor para poder entender que la tierra es un todo». Y me añadía: «Sí, es muy complejo, pero ahí entra el cambiar de ideas, de estilo de vida, de costumbres, comodidades, etc., dentro de una sociedad que nos empuja a vivir de una manera —casi siempre— consumista. Sin embargo, todos podemos de una u otra forma ayudarnos a ser conscientes de nuestras acciones, comenzando por nuestro estilo de vida —cómo nos transportamos, cómo comemos, cómo desechamos, cómo cuidamos del agua, etc.— y terminando por cómo nos comunicamos y ayudamos a otras personas a tener una conciencia de conservación y buen uso de los recursos; todo con amor».

        Me ha impactado esta valiente defensa del amor, pues es el auténtico cambio climático que los jóvenes de hoy —y algunos mayores— defendemos. Un nuevo clima en el que el compartir esté por encima del consumir, el querer sobre el poseer, la preocupación por los demás por delante de nuestra personal satisfacción, la cooperación entre las personas y los pueblos por delante de la competitividad. Este es el cambio de clima que necesitamos para proteger realmente nuestro planeta y la calidad de nuestras vidas.