Matar un ruiseñor
José Ramón Ayllón
Matar a un ruiseñor
Harper Lee

 

 

 

 

 

Antes lo tenían más fácil

        La magnífica historia con la que Harper Lee gana el premio Pulitzer sirve para que Gregory Peck, dando vida al abogado Átticus Finch, logre el Óscar al mejor actor y nos deje una película antológica. En un Estado sureño con fuertes prejuicios racistas, Átticus acepta la defensa de un muchacho negro, acusado de haber violado a una chica blanca. Nadie había llegado tan lejos, y él lo sabe. También sabe que se juega la vida, pero se emplea a fondo y solo pierde el caso. Gana, en cambio, el respeto de todo el mundo, y deja a sus hijos una lección inolvidable de integridad y valentía. Átticus es joven y está viudo. Tiene que educar en solitario a Jem y Sccout, un juicioso muchacho de 12 años y una despierta chiquilla de 6, traviesa como un diablillo. Y ahí, aportando cariño, equilibrio y buen sentido a un hogar donde falta la madre, conquista al espectador. Y también al periodista que, al cubrir la noticia de la muerte del actor, escribe lo que todos pensábamos: Átticus es el padre que a todos nos gustaría haber tenido y, más aún, el padre que todos querríamos ser.

        La verdad es que, para desempeñar su papel de padre, Átticus tiene a su favor un mundo mucho menos revuelto que el nuestro. Si alguien lo duda, le aconsejo que eche un vistazo a esa radiografía de la juventud actual, escrita por Carlos Goñi y Pilar Guembe, que lleva por título "No se lo digas a mis padres". Bastaría con leer el índice para comprobar que los problemas se han multiplicado y complicado en las últimas décadas. Átticus no necesitó estar preparado para enfrentarse a patologías y desórdenes que en su época afectaban a un mínimo porcentaje de jóvenes o, simplemente, no existían: la movida del fin de semana y las drogas de diseño, la navegación por Internet, la anorexia, la fiebre consumista, la cocaína y el alcohol, la depresión, la elección de tendencia sexual, la adicción a los viedojuegos y a los teléfonos móviles... Décadas después, tampoco los padres de Guille y Mafalda tuvieron que ser expertos en educación para ejercer su tarea con solvencia. Vivían en un mundo fácil de entender, con referencias estables y comunes. Hoy, ese mundo ya no existe. En su lugar, lo que encontramos es complejidad y fragmentación. El subjetivismo intelectual y el relativismo moral disuelven la verdad, y sin verdad -lo afirma Savater- es imposible educar. Hoy, los padres de Mafalda tendrían que leer libros de psicología, hacer cursos de orientación familiar y poner en práctica el consejo de San Agustín: "Haz lo que puedas y pide lo que no puedas". Porque hoy, Guille y Mafalda serían más hijos de su época que de sus padres.

        En cualquier caso, Harper Lee y Gregory Peck no han podido reflejar mejor lo que significa educar y ser padre: esa delicada mezcla de autoridad y cariño, de exigencia razonable y confianza, de respeto a la libertad y apelación a la responsabilidad, de disponibilidad y buen humor. Sospecho que Harper Lee pudo inspirarse en la personalidad de otro padre y abogado genial: Tomás Moro.