Entre la sociedad y la soledad
Jaime Nubiola
Invitación a pensar
Invitación a pensar
Jaime Nubiola

 

 

 

        Sociedad y soledad es el título del memorable libro de ensayos que el pensador norteamericano Ralph Waldo Emerson publicó en 1870, cinco años después de la Guerra Civil, como su colaboración a la ingente tarea de reconstrucción nacional. Fue un libro de gran éxito en su tiempo. Se tradujo al español hacia 1915, pero no ha sido reimpreso luego y hoy en día sólo está accesible en inglés. La fuerza de su título se encuentra, por supuesto, en la conjunción copulativa «y» que une esos dos elementos opuestos que todos llevamos dentro: las ansias de estar con los demás, de comunicarnos, de colaborar y el íntimo anhelo de soledad y de paz. «La soledad sola, sin recurso a la sociedad, —ha escrito Callaway en su reciente edición de Society and Solitude— magnifica todas las diferencias y amenaza con la pérdida del contexto más amplio que fija los problemas del individuo y sus objetivos, y los hace inteligibles. La sociedad es el correctivo de los dogmatismos de la soledad».

        El filósofo británico Ray Monk centró su autorizada biografía de Bertrand Russell precisamente en la permanente tensión entre los conflictos que inevitablemente genera la convivencia y el temor a enloquecer que tantas veces acompaña a la soledad. A todos se nos ha encogido el corazón cuando en las calles de las grandes ciudades nos topamos con hombres o mujeres que, sin estar borrachos ni llevar el teléfono móvil, van hablando en voz alta. Casi siempre se trata de esquizofrénicos que dialogan con sus imaginarios interlocutores, con sus voces interiores, o hablan a gritos con los viandantes. Todos necesitamos un saludable equilibrio entre sociedad y soledad. Si hubiera que escoger entre una de las dos, Emerson elegiría la soledad, pero me parece a mí que es mejor, más humano y más razonable, elegir la sociedad, la convivencia con los demás. Esto es lo que quiero poner de relieve, sugiriendo también algunas pautas concretas como la de aprender a escuchar.

El peligro de la soledad

        «La soledad vivifica, el aislamiento mata», escribió el abate Joseph Roux en 1886. El peligro no es la soledad, sino el aislamiento, el encerrarse uno sobre sí mismo, quizá como consecuencia de las heridas recibidas en el trato con los demás. No es infrecuente en el ámbito profesional encontrarse con personas «quemadas»; tienen —se dice ahora— el síndrome del burn-out. Se trata de ordinario de personas brillantes, que intentaron con su trabajo cambiar el mundo, pero que con el paso de los años se vinieron abajo sobre todo por la falta de reconocimiento a su esfuerzo. Algo parecido ocurre en las familias y en todo tipo de comunidades y organizaciones sociales.

        Necesitamos crear entornos domésticos y laborales en los que sea posible la actividad individual, pero en los que haya también abundante comunicación, puesta en común, trabajo en equipo. Ya hace muchos siglos escribió Aristóteles que «no es fácil en soledad estar continuamente activo; en cambio, es más fácil con otros y respecto a otros». A veces quienes se creen náufragos, solitarios y aislados, se consuelan con la idea de que esa soledad les hace más libres, pero se trata de un error, pues de ordinario el aislamiento es totalmente estéril. Lo que necesitamos no es aislarnos, sino más bien un espacio físico que permita una cierta soledad a la hora de trabajar, de rezar, de encontrarnos con nosotros mismos. La actividad más solitaria es probablemente la escritura, pero —al menos para mí— se trata de una actividad eminentemente comunicativa, y quizá por eso se parezca mucho a la oración. Me impresionó hace algunos años el comentario de Jiménez Lozano: «Maurice Blanchot, glosando a Kafka, dice que escribir es una forma de oración. Y lo es. O, si no, es cacareo». No me resisto a copiar una historia sencilla que me hizo llegar una filósofa mexicana y que lleva el título «Más cerca». Dice lo siguiente:

        Había sólo un colegio para varios pueblos de aquellas selvas. Y no había carreteras. Tanto los alumnos como los profesores venían andando por los cuatro puntos cardinales. Uno de los maestros notó que su nuevo compañero, en lugar de ir directamente a casa al acabar las clases, se adentraba en el bosque procurando no llamar la atención. Intrigado, decidió seguirlo de lejos un día. Había una piedra plana en un claro del bosque. Sobre ella estaba sentado, con las manos sobre sus rodillas, los ojos cerrados y la cabeza un poco inclinada. Era obvio que estaba rezando. Al día siguiente, en un descanso, lo llamó aparte y le dijo: — Tengo que confesar que sentí curiosidad por tus «escapadas » al bosque, y ayer te seguí al acabar el colegio, y vi lo que hacías. — Ah, bueno, —respondió el otro—. Sí, me gusta pasar un poco de tiempo tranquilo y en paz con Dios. —¿Y hace falta esconderse en un bosque para eso? —Bueno, allí puedo encontrar a Dios. — Pero, ¿es que Dios no puede encontrarse en cualquier sitio? Donde quiera que vayamos, Dios es el mismo. — Dios es el mismo, claro, pero yo no.

        La historia ilustra bien la búsqueda de esa soledad que vivifica. Todos necesitamos ese espacio interior en el que llegamos a ser nosotros mismos.

En favor de la sociedad

        Me impresiona ver a personas —supuestamente inteligentes— que se aíslan de los demás escuchando de modo habitual su música favorita en el ipod. Parece otra forma de conjurar el miedo a la soledad; es una coraza ruidosa que evita comunicarse y ayuda también a eludir cualquier inquietud interior. Lo mismo puede decirse de quienes vuelcan su atención obsesivamente en los videojuegos, la televisión o los diversos artilugios que la tecnología ha desarrollado en el último siglo para enmascarar la soledad. Todos esos inventos no son más que una forma de anestesia: cuando se aprieta el botón de off vuelve a reaparecer la dolorosa sensación de soledad.

        Convivir no es tarea fácil. Cuántos hay que viven como extraños a pesar de compartir una misma casa, un mismo ámbito de trabajo o un medio de locomoción. Para que sea una actividad genuinamente humana, convivir implica ante todo una apertura afectuosa a los demás, a quererlos y a no tener miedo a expresarles de la manera adecuada en cada caso nuestro afecto. El saludo educado, la sonrisa amable y la mirada limpia son las primeras formas de comunicación que no hay que dar nunca por supuestas. Son esenciales para crear un espacio familiar allí donde nos encontremos. Así estamos hechos los seres humanos: en cuanto establecemos lazos afectuosos con quienes están a nuestro alrededor nos sentimos a gusto, nos sentimos en cierto sentido como en casa, porque nos sentimos valorados y queridos en nuestra singularidad personal.

        Defender la cordialidad en nuestra apertura a los demás no significa desconocer los problemas que efectivamente afligen a la convivencia humana. Al contrario, quienes defienden el respeto, la amabilidad e incluso la ternura como pautas de nuestras relaciones sociales lo hacen porque saben que sólo mediante esa conducta es posible transformar aquellos ámbitos en los que predominan la violencia, la explotación o el mutuo desprecio. Los demás tienen también problemas y por eso actúan como lo hacen, a veces agresivamente incluso; pero con inteligencia —¡hablando!— y con corazón —¡queriendo!— pueden cambiarse muchas actitudes personales. Hace falta una buena dosis de valentía personal, sin atemorizarse por el hecho de que en algunas ocasiones hayamos salido malheridos en el trato con los demás. Quien así actúa se hace efectivamente vulnerable, pero sólo así somos felices los seres humanos. «La soledad —ha escrito Nieves García— muere cuando nace el amor. Un ser humano no es un problema para otro, es una oportunidad para crecer en humanidad».

Aprender a escuchar

        Sobre mi mesa de trabajo tengo discretamente situado un pequeño calendario de cartulina con un simpático dibujo y unas palabras: «El que sabe escuchar, sabe comprender». Cuando me impaciento con alguna visita inoportuna suelo echarle una ojeada y tomar así ánimos para seguir escuchando con atención. Me parece a mí que para vivir a gusto en sociedad, esto es, para llegar a querer realmente a los demás, hace falta aprender a escuchar.

        Vivimos en un entorno muy ruidoso por fuera y con muchas prisas por dentro, que hace realmente difícil que nos prestemos mutuamente atención. Hablamos con voz fuerte, nos movemos con rapidez, decimos a unos y a otros lo que tienen que hacer, pero a menudo somos incapaces de escucharlos realmente y, por tanto, de comprenderlos. Quienes se han dado cuenta de esta situación, que tanto afecta a la comunicación en la empresa, se han apresurado a organizar cursos para persuadir a empresarios y directivos de que necesitan aprender a escuchar para ser verdaderos líderes en sus empresas. De modo semejante, abundan los cursos en los que se pretende adiestrar a vendedores y agentes comerciales en las técnicas de la escucha al cliente, para que lleguen a hacerse cargo realmente de sus necesidades.

        Pero, más que una técnica que pueda dominarse, escuchar es sobre todo una actitud que se aprende cuando se vive en un espacio humano en el que hay afecto. Se trata de una actitud que comienza en el ámbito personal y familiar, y atraviesa todos los niveles de la acción humana. A veces la comunicación se cuartea mediante silencios que parecen de plomo. En casi todas las familias o en muchas empresas hay personas que durante largos años «no se hablan», aunque sean hermanos, vivan en la misma escalera, trabajen en un mismo departamento o tengan intereses afines. Independientemente de las circunstancias concretas que en cada caso hayan originado esa lamentable situación —una herencia, una rivalidad—, la manera más efectiva de entenderla es advertir que han cancelado la disposición a escucharse y a aprender uno de otro. Sólo escucha quien está dispuesto a cambiar, quien está dispuesto a rectificar, quien está dispuesto a pedir perdón, a decir «me he equivocado». Como ha escrito Bollnow, para poder escuchar hay que renunciar a la seguridad de la propia opinión y ponerse en duda uno mismo sin ningún reparo.

        Comprender a los demás es muy difícil. Requiere el empeño por resistir a la superficialidad y a la vanidad, pero sobre todo requiere hacerse cargo de lo que a los demás les pasa, aunque muchas veces ni siquiera sean capaces de decirlo y lo expresen sólo con su presencia, con su ilusión o con su desánimo. Para poder comprender a otra persona es preciso reconocer que aprendemos de ella. Al menos, como escribió la Madre Teresa de Calcuta, «estar con alguien, escucharle sin mirar el reloj y sin esperar resultados nos enseña algo sobre el amor». Efectivamente, para poder escuchar es preciso no mirar el reloj, no tener prisa por dentro, tener paciencia. «La paciencia —escribió lúcidamente el teólogo von Balthasar— es el amor que se hace tiempo».

        Aprender a escuchar es, en primer lugar, aprender a tener paciencia, a dejarse llenar por lo que dice la otra persona, sin distraernos con lo que le vamos a contestar. Pero además, si pensamos que cada persona singular tiene valor por sí misma, es natural reconocerla —aunque eso cueste bastante en la práctica— como una autoridad acerca de su propio punto de vista o al menos como un insustituible testigo presencial de su personal experiencia.

        Quien escucha espera, porque está persuadido de que la comunicación es posible. Quien se aísla, quien elige la soledad, ha renunciado a cambiar, ha bloqueado su capacidad de aprender. Elegir la sociedad genera, por supuesto, problemas, pero es también una maravillosa fuente de gozo, de alegría y de amistad. En su ensayo R. W. Emerson recomienda mantener la cabeza en soledad y las manos en sociedad, conservar la personal independencia en la inevitable convivencia social. Sin embargo, entre la cabeza y las manos está el corazón que les da la vida a la una y a las otras. Si elegimos con el corazón descubriremos en la convivencia con los demás —en la dependencia de los demás— la fuente de nuestro crecimiento personal y de nuestra felicidad.