De mártires y revolucionarios
Ignacio Uría
Diario de Navarra
Trabajar con buen humor, en la empresa y siempre
Salvatore Moccia y Tomás Trigo

 

 

Oscar Arnulfo Romero

        Durante los últimos días El Salvador ha sido noticia. A la desgracia de los fallecidos en las riadas, se han unido el reconocimiento del Estado salvadoreño como responsable del asesinato del arzobispo Romero en 1980 y el vigésimo aniversario del asesinato de los jesuitas de la UCA (Universidad Centroamericana). El Salvador es un país pequeño, el más pequeño de América Central con apenas 20.000 kms2. Su lema nacional es “Dios, Unión y Libertad” y por ahí es posible enlazar el polémico trabajo de la Iglesia católica en El Salvador. En 1980, Óscar Romero fue asesinado por paramilitares de ultraderecha mientras celebraba misa. En esa época la violencia era tremenda y la población vivía acosada entre los delirios terroristas del FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional) y la represión del Ejército nacional. Son los tiempos del anuncio radiofónico “Haga Patria, mate un cura” de unos y “Seremos como Cuba” de los otros. A Romero lo ejecutaron por denunciar el exterminio de campesinos, pero él no era un progresista y, menos aún, teólogo de la liberación.

        En 1972, por ejemplo, criticó con extrema dureza a la UCA por sus enseñanzas marxistas y dar refugio a guerrilleros. Algo más tarde, Romero se enfrentó con los propios jesuitas, que fueron relevados como directores del Seminario Diocesano. En 1975, monseñor Romero escribió a Pablo VI apoyando la canonización de Josemaría Escrivá, al que conocía personalmente desde 1970 y del dejó escrito que admiraba su santidad en lo cotidiano. Óscar Romero fue un sacerdote que entró en política a su pesar. Sin embargo, cuando tuvo que enfrentarse al gobierno lo hizo sin miramientos. Durante todo su gobierno contó con el apoyo expreso de Pablo VI (al que visitó dos veces en tres años) y de Juan Pablo II, al que conoció en Roma en 1979. Pese a la imagen que hoy se quiere dar, Romero no lo hizo todo bien. Romero tuvo errores, transigió con la izquierda y a veces con la derecha, e incluso apoyó un golpe de Estado militar poco antes de ser asesinado. Sin embargo, en las conclusiones de su proceso de canonización se afirmó: “Romero era un hombre de la Iglesia, del Evangelio y de los pobres”. Es más que probable que Óscar Arnulfo Romero sea, en un plazo razonable, el primer santo y mártir de El Salvador.

Demasiado de todo

        En 1989 otros militares entraron en el campus universitario de la UCA para matar a su rector, el jesuita Ignacio Ellacuría. Su historia es diferente a la de Romero porque Ellacuría era un obstinado intelectual que sí defendía la Teología de la Liberación. Quince años antes, con el P. Arrupe como superior general, se le prohibió expresamente ocupar cargos de gobierno en la Compañía de Jesús. Era demasiado crítico, demasiado arrogante, demasiado inteligente. Es decir, una máquina de hacerse enemigos. Por eso también fue acusado por dos obispos salvadoreños de alentar actividades subversivas y promocionar la violencia. Ellacuría se defendió diciendo que el comunismo era aceptable como medio para destruir un orden social injusto.

        Junto a Ellacuría se ejecutó a otros cinco sacerdotes y a dos mujeres. Monseñor Romero y los jesuitas de la UCA fueron víctimas en la guerra civil de El Salvador. Les asesinaron por denunciar la injusticia, la corrupción, el abuso. Cada uno a su manera, con sus equivocaciones y sus aciertos. En ocasiones fueron piedra de escándalo, a veces merecidamente. Todos pagaron su precio. Ninguno merecía morir. Miles de salvadoreños lo saben desde hace mucho tiempo. Por eso les llaman santos.