Los científicos
lo han llevado a creer que no hay nada que no pueda saber, los falsos
propagandistas le han dicho que no hay nada que no pueda poseer.
Como el principal propósito de los segundos es aplacar, se
le han dado suficientes motivos para pensar que basta con reclamar
y quejarse para obtener lo que se le antoje, en lo que no pasa de
ser una faceta más del imperio del deseo.
Al niño
malcriado no se le ha enseñado a comprender que puede existir
alguna relación entre esfuerzo y recompensa. El niño
quiere algunas cosas, pero tener que pagar por obtenerlas es manifiestamente
un abuso o una expresión de mala fe por parte de sus dueños.
Este escollo lo supera (
) gracias al engaño.
La degradación
moral nunca puede servir de excusa, pero del urbanita, como del
pagano, podemos llegar a admitirla, ya que estos seres nunca han
tenido la oportunidad de salvarse. Se han visto expuestos incesantemente
a una falsa interpretación de la vida, y aunque podamos lamentarlo,
difícilmente puede sorprendernos lo desproporcionadas que
son sus exigencias.
Se les ha hecho
creer que el progreso es algo que sucede de manera automática,
lo que no los predispone a afrontar obstáculos, y nada sorprendentemente
han interpretado el derecho a alcanzar la felicidad como el derecho
a gozar de ella, como si se tratara del derecho a voto.
Las cosas serían
distintas si estos presupuestos formaran parte de alguna visión
espiritual, pero como se les ha dicho que la felicidad puede alcanzarse
en un mundo limitado a lo aparencial, están preparados para
sufrir las desilusiones y el resentimiento que alimentan las psicosis
de masas del fascismo.
Se les ha inculcado,
en suma, que el mundo es una realidad previsible, de modo que cuando
fuerzas imprevisibles vienen a romper el idilio que mantienen con
él, naturalmente se sienten frustrados. Sus superiores en
la jerarquía tecnológica han abusado de su confianza,
por lo que son proclives a padecer crisis periódicas que
les sirven para ajustar cuentas.
Pensemos en
un habitante cualquiera de Megalópolis. La linterna mágica
le ha evitado la contemplación del abismo, gracias a lo cual
concibe el mundo como una máquina relativamente sencilla
que basta un poco de habilidad para ponerlo en marcha. Y al hacerlo,
le brinda el mundo comodidades y satisfacciones, esas mismas que
los líderes demagógicos le dicen que le pertenecen
por derecho propio. Pero de vez en cuando se puede entrever algún
misterio, y por más que se esfuercen los ingenieros, la máquina
no logra evitar del todo estas interrupciones.
Al igual que
sus ancestros, tiene que enfrentarse a dificultades, pero como esto
es algo que no figuraba en el contrato original, sospecha la intervención
de una mano maligna y se da a la infantil tarea de culpar a otros
individuos de cosas que son inseparables de la condición
humana.
La verdad es
que nunca se le ha enseñado a saber en qué consiste
ser un hombre. Nadie le ha dicho que es el producto de la disciplina
y la formación, y que debería agradecer el estar sometido
a exigencias que lo obligan a crecer; éstas son ideas de
las que desertaron los libros de texto con la llegada del Romanticismo.
El ciudadano actualmente es hijo de unos padres indulgentes que
satisfacen todos sus caprichos e inflan el ego hasta incapacitarlo
para cualquier forma de lucha.
El hombre comienza
a consentir este estado de cosas cuando la vida urbana se impone
sobre la vida rural. Cuando abandona el campo para encerrarse en
vastos recintos de piedra, cuando ha perdido lo que Thomas Browne
llamaba el pudor rusticus, cuando su supervivencia depende en última
instancia de una compleja urdimbre de intercambios humanos, el hombre
acaba olvidando el anonadador misterio de la creación. Y
comienza a vivir su condición de déraciné,
de desarraigado, en un medio artificial que le impide ver la totalidad
del contexto y que escapa a su control.
Innegablemente,
estas circunstancias son características de la mentalidad
burguesa, como nos recuerda la misma etimología de la palabra
burgués. El habitante de las ciudades, que disfruta
de comodidades de humana fabricación, no puede concebir siquiera
la hipótesis de que haya fuerzas que escapan a su comprensión.
Es un ser que aspira al aislamiento y desprecia y hostiga a los
filósofos, profetas y místicos, a los salvajes eremitas,
que insisten en desplegar ante sus ojos el tema de la fragilidad
del hombre.
Parte de su
embotamiento se debe a que ha sustituido la primitiva tendencia
a relacionarse con otros por una impostada autosuficiencia. Si fuera
capaz de concebir la presencia de algo más grande que su
propio yo y de apreciar el mérito de ponerse al servicio
de una causa común (es decir, de valorarla, y no simplemente
consentir a ello por sometimiento), podría superar su deficiente
educación aun viviendo en la ciudad. Pero en cuanto decide
rivalizar en igualdad, ya no puede salvar esa distancia
absoluta que es el individualismo. La ciudad esteriliza tan completamente
al espíritu como a la carne.
Estos son hechos
comprobables en cualquier sociedad, pero en la nuestra presentan
un vicio añadido, por mor de la extensión de la ciencia.
Si las ciudades fomentan en el hombre la creencia de que es capaz
de sobreponerse a las limitaciones de la naturaleza, la ciencia
le inculca la ilusión de que puede librarse del esfuerzo.
De hecho, la
lección que el hombre aprende en esta escuela es que el mundo
está en la obligación de garantizarle la vida a la
que cree tener derecho, y le resulta más fácil aprenderla
cuando además se le hace creer que la ciencia le facilitará
esa tarea. La ciudad lo protege y la ciencia le da de comer: ¿qué
más puede pedir un utilitarista? ¿Y qué otra
lección puede extraer el hombre, como no sea la de que el
trabajo es una maldición que conviene posponer todo lo posible,
hasta que la ciencia descubra cómo erradicarla?
La maldición
originaria desaparecerá el día en que el hombre ya
no tenga que ganarse el pan con el sudor de su frente, y la publicidad
se encarga de decirnos que ese día no está lejos.
Es difícil
imaginar parte de defunción más claro de la idea de
misión. Los hombres ya no se sienten llamados a actualizar
su potencial, nada hay en su horizonte capaz de evocar remotamente
las metas laborales que se ponían los constructores de catedrales.
Y sin embargo,
mientras sean incapaces de proponerse algo comparable a esas metas,
lo que nos aguarda es un autocomplaciente derroche de halagos y
denuestos, probablemente rematado con alguna enfermedad real. Ahora
que la religión ha sido convenientemente emasculada, sólo
la profesión médica parece recordarnos la sabia y
vieja verdad de que el trabajo es nuestra mejor terapia.
Los polos opuestos
de lo actual y lo potencial generan tensiones que interrumpen el
disfrute de la comodidad integral. De ahí la impaciencia
que el hombre masificado siente ante los ideales.
Se dirá,
y con razón, que no hay forma aparentemente más inocente
de depravación que el culto a la comodidad, pero cuando aparece
acompañada por sofisticados ingenios tecnológicos,
la dificultad de convencer a la gente, no ya de que renuncie a ella,
sino tan sólo de que considere sus consecuencias, resulta
sencillamente invencible.
Una dificultad
agravada, desde luego, por la casi total imposibilidad de lograr
que los principios vuelvan a parecernos aceptables, tan es cierto
que cuando todo contribuye a la satisfacción de nuestros
deseos, la búsqueda de la comodidad ni siquiera alcanza la
condición de pecado venial.
En el empeño
de restaurar los valores, es fundamental observar que el grado de
comodidad alcanzado y los logros de la civilización no guardan
entre sí ninguna relación. Antes bien, la obsesión
de la facilidad es uno de los más infalibles síntomas
de decadencia, presente o inminente.
La civilización
griega, por poner un ejemplo de altura, fue notablemente deficiente
en comodidades materiales. Los atenienses asistían a sus
tragedias sentados en piedras al aire libre. El neoyorquino de hoy
se instala en una mullida butaca a ver obras correctamente clasificadas
de entretenimiento.
Cuando el griego
se retiraba a pasar la noche, no se tendía en un colchón
de látex: se arrebujaba en su capa y dormía echado
en un banco, como un pasajero de tercera clase, añadía
Clive Bell. Tampoco había adquirido el hábito de quejarse
por su magra dieta, y las privaciones que padecía su cuerpo
no suponían obstáculo alguno al magnífico despliegue
de su imaginación.
La cultura
consiste, en realidad, en una infinidad de pequeñas cosas,
pero entre ellas no se encuentran sofás ni camas ni baños
extravagantemente decorados. Éstas son comodidades, ciertamente,
para los sentidos corporales, pero como la cultura se desenvuelve
imaginativamente, la persona culta, hasta cierto punto, suele vivir
fuera de este mundo.
El culto a
la comodidad, así, representa sólo un aspecto más
de nuestra voluntad de vivir completamente inmersos en ese mundo.
En el que, sin embargo, es fácil advertir una anomalía:
por el mismo hecho de vivir únicamente en él y de
no mantener relaciones con ese otro mundo literalmente improbable,
se acaba atendiendo sólo a lo temporal y pasajero, con una
consiguiente merma en la eficacia.
Podemos incluso
sentirnos satisfechos con nuestra condena a no crear grandes obras
de arte o a no practicar rito alguno, ¿pero qué pasa
si además resulta que nuestra adicción a la comodidad
nos incapacita para la supervivencia?
Se ha visto
antes lo de que el animal gordo y fofo sucumba ante el flaco y hambriento,
esa alegoría de la experiencia, y tampoco hace falta evocar
los días de la degeneración romana, por más
que se trate de un ejemplo ilustrativo. Quizá sea más
útil centrarse en lo fundamental y preguntarse si el dichoso
culto a la comodidad no será una consecuencia inevitable
de esa pérdida de la fe en las ideas que conduce a la desmoralización
social. Visto así, parece significativo que su origen resida
en esa clase media que aspira a la moderación en todas las
cosas, incluida la virtud, como observó Nietzsche.
Una vez repudiados
los ideales, la gente se vuelve sensible a los pinchazos del hambre
como el animal al tábano, pero este incentivo, por las razones
ya señaladas, no basta para reemplazar la función
del trabajo sistemático como aspiración suprapersonal.
Volverse pragmático también es volverse inútil.
Tocqueville, siempre atento a las consecuencias de los distintos
ideales sociales, vio con claridad este fenómeno que describe
así en La democracia en América:
En épocas
de fe, la finalidad última de la vida se encuentra más
allá de esta vida. Los hombres de esas épocas, por
consiguiente, de un modo natural y casi involuntario, se acostumbran
a vivir durante largos años con la mirada puesta en un objeto
inmóvil hacia el que constantemente dirigen sus pasos, y
aprenden lenta e insensiblemente a reprimir la multitud de deseos
insignificantes y pasajeros que los acosan
Ello explica por
qué las naciones religiosas han logrado frecuentemente resultados
tan perdurables, ya que ocupadas únicamente de las cosas
del otro mundo, descubrían el gran secreto del éxito
en éste.
Las grandes
ideas arquitectónicas no nacen del amor por la comodidad,
pero la ciencia está constantemente diciéndole a las
masas que el futuro será mejor porque las condiciones de
vida se suavizarán. La suavidad como ideal de vida hace que
una virtud como el heroísmo viril se convierta, como los
sentimientos de los que hablaba Burke, en algo absurdo y anticuado.
El camino hacia
la comodidad y mediocridad quedó expedito en cuanto la Edad
Media abandonó la moral de Platón y adoptó
la de Aristóteles. La doctrina de la prudencia racional condujo
a este filósofo a declarar, en su Política, que el
mejor gobierno del Estado es el que recae en la clase media. En
su opinión, la vida virtuosa debía consistir en el
rechazo de los extremos y la búsqueda de una vía intermedia
entre opuestos, considerados dañinos.
Tal doctrina
impide contemplar la posibilidad de que existen virtudes que no
pierden su valor al incrementar su fuerza, que hay virtudes, como
la valentía y la generosidad, que pueden ser llevadas al
extremo en que el hombre se anula a sí mismo. Por descontado,
la idea de humildad y modestia que esto conlleva es perfectamente
ajena a las filosofías que recomiendan la búsqueda
de la prosperidad y el éxito mundanos.
Con esta concepción
contrasta marcadamente la de Platón (expresada certeramente,
también, por el cristianismo), consistente en perseguir la
virtud hasta que las consideraciones mundanas resulten superfluas.
Aristóteles
no pasa de ser una especie de historiador natural de las virtudes,
que se dedicó a observarlas y describirlas del mismo modo
que observó y describió las técnicas dramáticas,
sin atender a su dimensión espiritual. Una vida adaptada
a este mundo que sepa evitar las dolorosas experiencias que deparan
los extremos, incluidos los de la virtud: no en otra cosa consisten
los consejos a su hijo Nicómaco.
Es fácil
advertir por qué semejante teoría pudo seducir a los
caballeros renacentistas y después a la burguesía.
Incluso el tomismo, basado como está en Aristóteles,
consiguió que la Iglesia católica se apartara de la
vía ascética y la rigurosa moral de la patrística
y buscara cierto grado de conformidad con el mundo. Una diferencia
que ha llevado a alguno a afirmar que la diferencia entre Platón
y Aristóteles es que, mientras con el primero se levantaron
las catedrales, con el segundo se construyen casas solariegas.
Esta veta no
se ha agotado. Está presente en (
) las Cuatro Libertades
de Roosevelt, que articula los conceptos de comodidad y seguridad.
Para la oposición a la filosofía, esto es, por supuesto,
lo apropiado, pero otros, animados por aspiraciones espirituales,
también han dado en enseñar esta doctrina, como vio
Emerson: Como Plotino, parece que el heroísmo se avergüence
de su aspecto. ¿Qué pensaría si sueños
dorados y castillos en el aire, afeites, cumplidos, rencillas, natas
y natillas fueran la única preocupación de la sociedad?.
Como quien
ansía realizar su ideal no suele preguntar si la silla en
la que le toca sentarse es blanda o si hace bueno ahí afuera,
es evidente que la dificultad y la dureza son condiciones heroicas.
Esfuerzo, humildad, resistencia: éstas son las cualidades
del héroe, en las que el niño malcriado sólo
ve calamidades de la naturaleza y malignidad humana.