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Una inapreciable sencillez |
Esta vez no tengo por qué ocultar su nombre: Se llama Rebeca, y me eligió como amigo inseparable hace cuatro años, cuando ella sólo tenía tres. Era una rubia charlatana, con cara de payaso, y acababa de llegar al Colegio en el primer curso de educación infantil. — Oye, don Enrique, cuando seamos mayores ¿seguiremos siendo tan amigos como ahora? — Por supuesto, Rebeca. Don Enrique Qué. ¿Qué significa porsupesto? Rebeca, como digo, ya empieza a ser mayor. Tiene siete años, y es consciente de que, aunque seamos amigos, no será como antes. Además es probable que el año que viene cambie de cole. ¿Qué me cuentas, Rebeca? Suspiró con gesto filosófico. Que este año estoy con la Señorita Eva; el año pasado, con la señorita Montse, y el anterior en la tripa de mamá Se le había escapado un año cuyas incidencias probablemente permanecían en la niebla de su memoria; pero semejante cogitación metafísica a las 9 de la mañana de un lunes, me hizo mirar a mi amiga, si cabe, con más deferencia y respeto. Aquel día tenía que dar una clase a las mayores sobre la virtud humana de la sencillez, y pensé que la reflexión de Rebeca era un buen comienzo. Por boca de aquella rubia peligrosa había hablado el Espíritu Santo. Sólo tenía que sacar las consecuencias. Me había explicado que la vida es mucho más simple de lo que parece y que cualquier biografía puede resumirse en treinta palabras. | |||||
El atractivo de lo elemental |
Es cierto que Rebeca aún no estaba en condiciones de vivir la virtud de la sencillez. En rigor, los niños no son sencillos. Tampoco son sinceros ni humildes; son elementales como los ratones colorados; pero, para los adultos, esa innata simplicidad nos resulta fatalmente amable y atractiva. Es como si añoráramos algo que perdimos entre los árboles del Paraíso. Si no os convertís y os hacéis como niños dijo el Señor no entraréis en el Reino de los Cielos. Hacerse como niños es imposible para los que todavía lo son. Y para los adultos, la sencillez es virtud complicada. Pensamos que con el tiempo la vida se enreda; pero no es verdad: "no pesan los años decía un anuncio sino los kilos". Y la culpa de nuestro enmarañamiento interior tampoco es de la edad, sino de las mil caras que el pecado nos va poniendo. Cada ofensa a Dios hace añicos el espejo del alma, que Él concibió limpio e íntegro. Y en cada fragmento de ese espejo reflejamos un rostro diferente. Es lo que traté de explicar hace meses a propósito del "pirómano de Kansas City", aquella verídica historia del empleado de ferretería que, por ser incendiario y bombero al mismo tiempo, terminó en un manicomio. | |||||
"Poner caras" |
Todo empieza, como siempre, con la adolescencia. Don Enrique, ¿es pecado poner caras?, me preguntó hace siglos Elisa. ¿Tú pones caras? Bueno , sí. ¿Y qué caras pones? Me hizo una exhibición difícilmente descriptible. No, hija, no. Eso no es pecado: es arte dramático. Pecado no será; pero sí es cierto que, con el paso de los años, nuestro repertorio de caras acaba siendo abrumador. Tenemos gestos de Humphrey Bogard, de contraportada de novelista de éxito, de ejecutivos acelerados, de intrépidos reporteros, de pensadores contemporáneos, de triunfadores de la jet Incluso remedamos esa mirada "abrumada por la responsabilidad" que gastan algunos políticos, siempre distraídos en tan altos pensamientos, que parecen no vernos cuando nos miran. | |||||
A la hora de la verdad |
Hasta el lenguaje se nos complica. Las palabras más sencillas se convierten en esdrújulas (résponsabilidad, sólidaridad), y nos llenamos de "motivaciones, posicionamientos" y otras atrocidades semejantes, para blindar nuestro pobre ingenio con vocablos hinchables. ¿Y los errores? ¿De dónde nos viene esa manía de suponer que hasta nuestras miserias son complejas, y que necesitamos remedios especiales para curarlas? Hace días entré en una farmacia. Una sonrosada cliente explicaba al boticario los mil males que, según ella, le aquejaban. Parecía un caso claro de hipocondría capaz de agotar al Santo Job. Al fin, el dependiente le dio un medicamento. La cliente leyó con atención la caja, y objetó: ¿Usted cree que algo tan barato me curará? Rebeca le habría contestado que también la Confesión es gratis. Y sin embargo lo cura todo. | |||||
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