Lágrima de San Lorenzo
Las lágrimas de San Lorenzo
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

Mucho dolor

        Así llaman por aquí a los cientos de estrellas fugaces que aparecen a mediados de agosto. Algunas, las más luminosas, cruzan el Cielo de parte a parte y dejan un zarpazo dorado en el firmamento; otras parecen gotear en el horizonte.

        Este año pude verlas en una atmósfera límpida, sin más luz que la de la luna nueva. Llevaba doce días junto al Santuario de Torreciudad, casi aislado del mundo exterior, sin prensa ni televisión ni radio. Sólo de tarde en tarde me conectaba a Internet para vaciar el buzón electrónico.

        Aquella noche había quedado con un amigo para ver las estrellas, pero antes me enchufé a la red. Había un mensaje, y era de una lectora de Mundo Cristiano:

        "— Tengo 22 años –decía– y el Señor me ha enviado una enfermedad mental."

        A continuación hablaba de la fuerte depresión que padecía. En sus palabras había mucho dolor, pero también esperanza: "sólo llevo cuatro años enferma", escribió.

Lo sabe quien lo sufre

        Le respondí con tres líneas. La verdad, no supe qué decir. Sin embargo al día siguiente me mandó un segundo mensaje y, con él, veinte folios del diario que había escrito "para desahogar un poco la cabeza".

        "— Mi vacío interior sigue en aumento –escribe–. Estoy cansada de luchar, y eso que sólo tengo veintidós años. Me encuentro como un desahuciado que espera con ansias su hora. Me siento preparada, pero sé que Dios todavía no me quiere sacar de este mundo. ¡Y yo que lo ansío! Ansío el descanso eterno".

        Mientras leía, al otro lado de la ventana un centenar de chavales que participaban en una convivencia, proclamaban a gritos su alegría feroz, su salud exultante e insultante.

        Más de una vez he tratado de escribir algo sobre esta temible enfermedad, especialmente cuando la he visto en personas jóvenes: también en adolescentes. Pretendía describir el sufrimiento y la angustia de los depresivos para decirles que los entiendo y que quisiera sufrir como ellos, ya que no puedo hacer otra cosa. Pero cada vez que lo intentaba, mis palabras, escritas o dichas, sonaban a hueco.

Y Dios calla entretanto

        Quien no haya sentido alguna vez esa mano de hierro que oprime el corazón hasta casi romperlo; quien no haya experimentado la tristeza de existir, hasta sentirse desprendido de la vida misma; quien no haya visitado, sin razón alguna, la antecámara de la locura y del suicidio, es difícil que entienda el grito silencioso de estos enfermos.

        "— Como muerta, ni siquiera soy capaz de asearme, ni de sentir la necesidad de comer a las horas. Mi única meta es mi cama, símbolo perpetuo de mi tumba, y mi habitación, símbolo de mi cripta."

        Terminé la lectura después de la medianoche, y salí de casa de nuevo en busca de estrellas fugaces. Esta vez, sin embargo, tenía la cabeza en otro sitio, en la eterna pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Y, sobre todo, en el mutismo de Dios.

        Es verdad: cuando interrogamos a Jesús sobre el dolor, no responde. A nuestros porqués exasperados contesta con el silencio. Pero hace algo más: abraza todas las cruces, también la del pánico y la angustia. ¿Acaso ha habido en la historia de la humanidad "depresión" más honda, terrible y fecunda, que la del Huerto de los Olivos?

Más allá de la medicina

        Estamos ante uno de los mayores misterios de la vida de Jesús; pero también ante la escena más cercana y confortadora. Cristo se echó sobre los hombros toda la inmundicia de los hombres para hacerla suya y poder limpiarla en su propia carne. Pero Él conocía la maldad infinita del pecado, y, por un momento, lo sintió como una sustancia repugnante y pegajosa que se le abrazaba para ahogarlo. De ahí, la angustia insoportable, los gritos de auxilio y el sudor de sangre. Jesús luchó cuerpo a cuerpo contra el pánico. Y, con la ayuda de un ángel, lo venció en tres terribles asaltos. Convirtió el abatimiento en victoria redentora.

        Pienso que, más allá de los remedios de la medicina, este pasaje puede servir de consuelo a miles de enfermos que se debaten en la misma lucha. Ojalá descubran que también tienen un ángel para vencer en la pelea.

        Tal vez dentro de poco mi amiga redacte un librito que nos ayude a asomarnos a su cabeza y a su corazón. Será más que un desahogo. Servirá para enseñarnos que una chiquilla de 22 años, con fe y amor de Dios, puede llevar a plomo –¡con alegría!– la cruz de la tristeza endógena, de la angustia y la soledad.

        Los médicos harán el resto. Pero desde ahora, cada vez que vea una estrella fugaz en el Cielo, recordaré sus lágrimas y pediré al Señor que las una a las que Él derramó en Getsemaní, para que sean fecundas.