Emilios de verano
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

Con el calor del verano

        Caí en esta página de MC hace once años, y desde entonces no han dejado de salirme amigos. Lo compruebo cada mañana cuando abro el buzón del correo electrónico.

        En verano los emilios suelen ser, como la brisa, cálidos y de dirección variable. También son reposados y sugestivos. Se conoce que la gente los redacta con más calma. Gracias a ellos logro dominar el sopor mental que en el que me sumerge la canícula (¡y qué canícula!) y enhebro alguna que otra idea para hacer dignamente el artículo de septiembre.

        La semana pasada, sin ir más lejos, me escribió desde Valencia un periodista que dice llamarse Paco. Cuenta que oyó por la radio la entrevista a un teólogo (presunto) ya anciano. Al final salió la cuestión del pecado, la culpa, el castigo... Y la entrevistadora concluyó:

        — Es que, desde luego, la religión católica nos ha dado demasiados motivos para ser tristes.

        "Estaba en el coche –escribe Paco–, y me había detenido esperando a que terminara la entrevista. Al oír aquello no pude evitar pensar: eso es falso. Pero lo que más me dolió fue que el teólogo no dijo nada, asintió con su silencio."

        Paco me pide que dedique un artículo a comentar esta bobada. Pero el calor ha derretido mis meninges y me impide teorizar sobre cualquier cosa. Hay veranos en los que uno no está para nada. Mejor seguir escarbando en el correo electrónico en busca de aire fresco.

Algo un poco mejor

        El primer emilio de hoy es un huracán: una carta colectiva de Ana dirigida a todos los que figuramos en su libreta de direcciones.

        Ya escribí sobre Ana en esta sección hace año y medio. Titulé aquel artículo Don Quijote en ambulancia, y expliqué que esta enfermera andaluza, a sus veintipocos años, aspiraba a ser caballero andante, para "desfacer entuertos y enmendar sinrazones" con una ambulancia como Rocinante y una guitarra como lanza.

        A lo peor algún lector pensó que me inventaba la historia, que no puede haber gente tan loca. Pero hoy –dos años después– igual que al Ingenioso hidalgo, al salir de la venta, "el gozo le reventaba por las cinchas del caballo", a Ana el entusiasmo le hace trizas la sintaxis y la morfología:

        "¡Lo conseguí! ¡Me han contratado en SAMU de enfermera! Quien me conozca sabe lo que a mí me gustan las ambulancias y lo lejanas que hasta ahora me parecían. Y hoy, sin saber cómo, llevo un uniforme azul y me paseo con la sirena de fondo por todo Sevilla.

        A los que me habéis apoyado en esde igualtos últimos años de decisiones importantes y quebraderos de cabeza, hoy os puedo decir que ¡mil gracias!; que vale la pena luchar por un sueño y tirar palante aun sin saber dónde va a terminar. (...) ¡Gracias y acordaos mucho de mí, que me hará falta en esta difícil pero apasionante travesía!"

Motivos para la felicidad

        De Ana –la soñadora más grande jamás conocida– podría decir muchas cosas y casi todas buenas. Pero sólo añadiré –por si el teólogo (presunto) o su entrevistadora tienen alguna duda– que no es una "pobre chica" que se conforma con cualquier cosa. Es una mujer inteligente, alegre, sensible, guapa…, y tan ambiciosa que nunca habla del triunfo social o del dinero. Ella sólo aspira a servir, a entregarse. Ya lo ha conseguido, y es la mujer más feliz del mundo.

        Ana comprende que esas insólitas ambiciones suyas no son muy corrientes. Sus colegas suelen ser gente generosa y entregada al trabajo, pero con aspiraciones más "prácticas". Ana, en cambio, no se arrepiente de ser como es: sospecha que sólo Dios puede inspirarle locuras semejantes, y que vale la pena seguirlas. Por eso es tan feliz a bordo de su ambulancia: será, como ella dice, una "apasionante travesía". Ojalá no tenga miedo de seguirla hasta el final.

        A punto de cerrar el artículo, leo otro emilio: Margarita –la misteriosa y casi desconocida Margarita, que tanto escribe a esta sección–, hoy exulta de alegría porque ha conseguido que su abuelo Enrique cumpla 100 años en gracia de Dios, después de haberse confesado y comulgado.

        También Elisa está feliz: esto parece una epidemia. Elisa, hasta hace pocos días, era una quinceañera encantadora con un pavo lánguido y ensimismado. Alguien la arrancó del espejo y se la llevó a Polonia, donde ha pasado un mes cuidando ancianos y bailando flamenco con ellos en un hospital del Varsovia.

        — Las mejores vacaciones de mi vida…

        Si no hiciera tanto calor, ahora escribiría algo sobre la alegría.