Consejos de un amigo poeta
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

 

 

 

Mi amigo el poeta

        Se llama Enrique García-Máiquez y vive en el Puerto de Santa María. Lo vi una vez hace años, pero tan de lejos que ahora no sería capaz de reconocerlo. Por entonces ya me había enviado sus dos primeros libros y habíamos intercambiado aplausos y elogios epistolares. Yo lo situé muy pronto en mi pequeño Olimpo, al que tienen acceso unos pocos autores, y empecé a "expropiar" cada uno de sus poemas, para hacerlos míos: ésta es, por supuesto, la misión de todo buen lector.

        Lo llamo amigo, y quiero pensar que él estará de acuerdo. Tener como amigo a un poeta es un todo un lujo. Es verdad que en nuestra tierra hay más poetas que lectores de poesía; pero sólo unos posecos merecen llevar ese nombre.

        Verso a verso, los poetas van dibujando su propio retrato. En algunos casos la fotografía resulta falsa o presuntuosa, como la que Juan Ramón Jiménez aborreció cuando su poesía, sencilla y limpia, "se fue vistiendo de no sé que ropajes, y la fui odiando sin saberlo". Otras veces el autorretrato es incluso repulsivo: hay quien se complace en vomitar palabras, como si lo más auténtico de sí mismo fuese su bilis o sus arcadas. No es el caso de Enrique, al que he llegado a conocer bien gracias sus poemas. Ahora, en "Casa propia", su último libro, teme que los lectores saquen de él una falsa imagen, demasiado perfecta, sin defectos. Y, consciente de que la belleza es inseparable de la bondad, confiesa en un bellísimo poema que sólo pretende

        …"dejar sobre el papel a un hombre sabio y bueno, y parecerme a ese hombre con los años".

        Acabo de leer el libro por segunda vez, y me quedo enredado a estas palabras.

        Es verdad que los sacerdotes no somos poetas. Hemos de ser…, lo que ya somos por gracia del Sacramento que hemos recibido: otros Cristos, el mismo Cristo que pasa, comprende, exige, cura e interpela a los hombres con palabras de verdad. ¿No fue Machado quien definió la poesía como "unas pocas palabras verdaderas"? En este sentido tal vez sí deberíamos ser poetas.

El sacerdote, otro Cristo

        Ayer, como otros días, regresé a casa un poco cansado -gozosamente cansado- de predicar, de hablar de Dios; y, al leer los versos de mi amigo, empecé a pensar en tantas cosas: ¿habrá dado en la diana alguna de mis palabras? ¿Entre tanta locuacidad, habrá podido Dios hacerse oír y entender?

        A mí, como a todos los sacerdotes, me gustaría ir esculpiendo con palabras un solo retrato: no el mío, sino el de Cristo, de tal forma que los que escuchan olviden mi voz, mis gestos, mi mayor o menor elocuencia, y descubran a ese Jesús amable, exigente, cariñoso, enérgico, amigo…, que vive y está permanentemente a la puerta del corazón. Sin embargo no puedo ser un mero portavoz, un instrumento inerte. Debo apropiarme las palabras que recibo y reparto, implicarme personalmente y tratar de dejar el alma en cada frase, porque hay que transmitir vida y no cadáveres, fuego y no ceniza. Y eso, siempre: cuando uno está eufórico y cuando siente el ánimo por los suelos, incluso cuando no encuentra sentido a las palabras que tantas veces ha predicado.

Con el tiempo

        Entonces, sin querer, o tal vez queriendo, voy pintando también mi propio retrato: una imagen que en parte es auténtica, porque no quiero ser hipócrita, y en parte falsa, porque he eliminado de ella aquellos defectos y miserias que no tengo derecho a exhibir.

        Mejor que yo, lo dice mi amigo:

        "Palabra tras palabra/ sin prisa, voy forjando/ un personaje mío/ que es yo mismo: un yo máximo/ sin defectos o apenas/ con aquellos, simpáticos,/ que logran que el lector/ me sienta más cercano…"

        No hay oficio más grande que éste. Me gustaría gritárselo a esos chavales que ahora mismo, mientras termino este artículo, rondan mi despacho y entran de vez en cuando para hablar de sus problemas. Y, sin embargo, el sacerdote no es casi nada: es el pincel que pintó Las Meninas, la pluma de ganso que escribió El Quijote…, y un autorretrato que uno va esculpiendo poco a poco, al que me gustaría parecerme con el tiempo.