Ver un halcón
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

Belleza fantástica

        Después de muchos años, el verano pasado volví a Riaza, donde aún me es posible trabajar sin sobresaltos telefónicos ni televisores interpuestos. Allí hay tiempo para un paseo al atardecer, para gozar de unas puestas de sol inolvidables o para saludar a mis amigas las aves.

        Un día subí al Puerto de La Quesera. Dejé el coche a la sombra de un roble y, sentado en una roca, me dispuse a ver los colores y a escuchar los sonidos del monte a la espera del crepúsculo, ya próximo. El sol de Castilla es perezoso y, antes de ocultarse del todo, acaricia cada nube –los harapos deshilachados de la última tormenta– y deja en las montañas pinceladas ocres, violetas y amarillas.

        De pronto oí el grito inconfundible de una rapaz. Un halcón, pensé, y no me equivocaba: la pareja hizo acto de presencia tan cerca que decidí convertirme en roca para no molestarla. Ni siquiera osé desenfundar los prismáticos.

        Los halcones peregrinos quisieron agradecerme la visita con un soberano baile en el cielo. Primero se lanzaron en picado como balas de plata simulando que cazaban. Luego subieron en vertical igual que una fuente luminosa, y, al llegar a lo más alto, se enseñaron las garras mutuamente sobre el cielo rojizo. Después, qué se yo: planearon en círculos, gritaron al sol que ya caía, se enzarzaron en juegos de amor… Fue fantástico.

La vida de otros         Entre tanto unos abejarucos –los pájaros con más colorido de Europa– habían empezado a cazar los últimos insectos de la tarde en medio de su inconfundible algarabía. Pero yo no tenía tiempo para ellos. A esas alturas de la función, casi me había convertido en granito.

        La fiesta terminó bruscamente. Un ruido ensordecedor puso en fuga a las aves. Un todoterreno y un descapotable con la radio a tope llegaron a mi altura, frenaron y expelieron a seis o siete chavales, chicos y chicas, gritando. La visita duró segundos.

        — ¡Vámonos tíos; aquí no hay nada que ver!, dijo uno de ellos.

        Y desaparecieron en medio de una nube de polvo. Yo creo que ni siquiera se percataron de mi presencia. Tan perfecta era mi metamorfosis.

El campo y la gente

* * *

        Dicen que la naturaleza está de moda, y me temo que es verdad: los montes están llenos de botes, botellas, plásticos y toda suerte de restos inequívocamente humanos.

        Sin embargo no es esto lo más lamentable. El problema es que la mayor parte de los visitantes tienen la vista desentrenada. Se conoce que de tanto ver asfalto y hormigón, se les ha atrofiado la conjuntiva y ya no saben admirar lo que tienen delante.

        Para algunos el campo es exclusivamente una pista de trial, de mountain bike o de cross: se encasquetan los auriculares, y a correr, que es muy sano. Para otros, es un somnífero natural, que les permite dormir a pierna suelta, lejos de los ruidos de la ciudad. Hay quien busca en el campo un clima distinto o un remedio contra la ansiedad o la depresión, o un sistema de ponerse moreno/a con ese tinte alpino y montaraz que es de tan buen tono. Algunos van por setas.

Nos faltan maestros

        Todo esto me parece la mar de bien. Como me parece estupendo (relativamente) que se emplee la música de Mozart para que las gallinas pongan huevos o para que los cirujanos se relajen en el quirófano y no les tiemble el bisturí. Sin embargo conviene recordar de vez en cuando que lo importante de la música de Mozart es su belleza y que ha sido pensada para ser oída en primer plano y no como música de fondo en busca de un efecto "útil". Lo mismo cabe decir de la naturaleza: Dios la ha hecho hermosísima para que la contemplemos. Lo demás…, que venga por añadidura.

        — Pues a mi Chopin me relaja cantidad –asegura mi prima Mari Tere–.

        — Y usted ¿para qué ve pájaros?, me preguntan con frecuencia mis alumnas.

        Para nada, por supuesto.

        Aprender a contemplar la belleza –toda la belleza– debería ser una asignatura obligatoria. Claro que no sería fácil encontrar maestros idóneos. Tampoco estaría mal que alguien enseñara a oír el silencio como primera lección de música.

Dios y la belleza

        Quizá penséis que esto no es importante. Lo es. Quien sepa descubrir la belleza de las cosas y gozar con ella está empezando a ver al Creador.

        "Los cielos cuentan la gloria de Dios –dice la Escritura– y el firmamento anuncia la obra de sus manos".

        Esto no significa que la contemplación de la belleza sea sólo un medio útil para deducir la existencia de otra belleza infinita. No. La belleza acerca a Dios fácilmente: con solo verla…, y no está en las montañas ni en los museos de arte, sino, sobre todo, en las miradas, en las sonrisas, en el trabajo, en el dolor, en lo ordinario. "Hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir".

        — Entonces, si es tan sencillo, ¿por qué tantos no lo descubren?

        — Será porque no saben mirar. O porque no han oído el silencio. Más fácil es ver un halcón, y sin embargo…