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Y sucedió lo insólito |
Heinz Kloster, mi amigo del alma, achaca al telediario sus frecuentes crisis de melancolía. Ayer me lo encontré dormido delante del televisor. Al despertar declaró que había tenido un sueño. Lo dijo en inglés y como entre comillas, recordando a Luther King. ¿Un sueño? Sí. Soñé con un Parlamento de una nación muy lejana en el que se celebraba un debate. Los diputados se injuriaban democráticamente los unos a los otros, y la presidenta se desgañitaba tratando de aplacar a sus iracundas señorías a golpe de maza. Así estaban las cosas cuando uno de los oradores (no sé si del gobierno o la oposición) subió a la tribuna, bajó el tono de voz hasta un nivel civilizado, se rascó la barba, miró a su oponente y dijo: Creo que tiene usted razón, amigo Vázquez. Hasta hace unos minutos estaba convencido de que mi postura era la correcta, pero sus argumentos me han hecho reflexionar, y he cambiado de opinión. Votaré con usted. El diputado Vázquez esperó unos segundos. Supuso que se trataba sólo de una ironía. Pensó que su antagonista pretendía captar la atención del público antes de contraatacar. Pero no fue así. Hablaba en serio. El contrito orador recogió los papeles y descendió del estrado. No hubo aplausos ni pitos; sólo un rumor inconcreto de vestiduras rasgadas. Al pasar frente a su contrincante, éste se levanto. Se dijeron algo que no pude oír, y salieron juntos del salón de sesiones para tomarse una caña en el bar de la esquina. La noticia saltó a todas las portadas: "un diputado cambia de opinión en pleno Parlamento y no se suicida", tituló el más sensacionalista de los diarios. El resto de la prensa, con mayor moderación, "exigió" unánimemente que el tornadizo parlamentario renunciase al escaño. Los editorialistas afilaron sus plumas (las de escribir) e ironizaron sobre la extravagante conducta del político que se permitió el lujo de dar la razón en algo al partido de enfrente, y le recomendaron que abandonara la vida pública y se retirara al desierto. Al día siguiente, sin embargo, ocurrió otro insólito suceso: el periódico más serio del país también cambió de opinión: reconoció haberse equivocado en su último editorial y publicó otro en sentido contrario, en el que se decía, para colmo, que estaban dispuestos a rectificar cuantas veces hiciera falta. | |||||
Pero todo era un sueño |
Fue una epidemia, mi querido amigo. Lo que empezó como una anécdota se convirtió en moda. ¡Hasta los periodistas rectificaban! Los tertulianos radiofónicos perdieron toda su agudeza, víctimas de repentinos ataques de humildad y sensatez. Y los políticos comprendieron que perder su infalibilidad no les restaba un solo voto: al contrario. Empezaron a pedirse perdón los unos a los otros, y cuanto mayor era su modestia, mejores resultados obtenían en las encuestas. En pocos días el Parlamento se convirtió en un extraño foro donde todos parecían buscar sinceramente la verdad. Seguían peleándose, desde luego, y la presidenta tuvo que seguir aporreando la mesa con la maza. Pero el ambiente había cambiado. Ocurrieron fenómenos colaterales: mejoró la sintaxis de sus señorías, porque ya no se sentían prisioneros de los mil tabúes intelectuales que habían encorsetado su lenguaje. Lo políticamente correcto pasó a mejor vida, y les fue posible pensar por cuenta propia sin miedo a las descalificaciones. Las personas corrientes empezaron a entenderlos. Era como, si de pronto, hubiesen bajado a la realidad. Por un momento tuve la impresión de encontrarme en una asamblea de ancianos filósofos, despegados de toda ambición terrena menos de su pasión por la verdad. Naturalmente concluyó mi amigo Kloster ni dormido fui capaz de admitir que aquello fuera posible. Por eso pronto soñé que todo era un sueño. | |||||
* * * Cuando Kloster termina de hablar, lo mejor es guardar silencio. A veces he intentado llevarle la contraria, pero creo que ni me escucha. En esta ocasión, sin embargo, pensé que había alguna posibilidad: ¿Quieres decir que, de ahora en adelante, tú también me darás la razón? Me miró con desprecio. Ni lo sueñes. | ||||||
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