Arreglar al hombre
No hay ningún viento favorable
para el que no sabe
a qué puerto se dirige.

Arthur Schopenhauer
Alfonso Aguiló
La llamada de Dios: anécdotas, relatos y reflexiones sobre la vocación
Alfonso Aguiló

 

 

El hombre y su mundo

        Un hombre sabio vivía preocupado con los muchos problemas que aquejaban a la humanidad, y pasaba los días en busca de respuestas para sus inquietudes sobre cómo mejorar el mundo. Una mañana, su hijo de nueve años entró en su despacho decidido a ayudarle a trabajar. El hombre, nervioso por la interrupción, pidió al niño que se fuese a otro sitio a jugar. Viendo que no lograba que se marchara, pensó en algo que pudiese mantenerle un rato ocupado. Vio una revista en donde venía el mapa del mundo, y con unas tijeras lo recortó en numerosos pedazos. Se lo entregó a su hijo, junto con un rollo de cinta adhesiva, y le dijo: "Como te gustan los rompecabezas, te voy a dar este mundo roto en pedazos, que es como está, para que lo recompongas sin ayuda de nadie".

        Calculó que al pequeño le podría llevar varias horas componer aquel mapa, si es que llegaba a hacerlo. Sin embargo, pasados unos minutos, escuchó la voz del niño: "Papá, ya lo he acabado". Al principio no se lo tomó en serio. Consideró imposible que, a su edad, hubiese conseguido recomponer un mapa que apenas había visto antes. Desconfiado, levantó la vista con la certeza de que vería el trabajo propio de un niño. Pero, para su sorpresa, el mapa estaba perfecto. Todos los pedazos habían sido colocados en su debido lugar. ¿Cómo era posible? ¿Cómo el niño había sido capaz?

        Le dijo: "Hijo mío, tú no sabías cómo era el mundo, ¿cómo lograste recomponerlo?". "Papá, yo no sabía cómo era el mundo, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi que del otro lado del papel estaba la figura de un hombre. Así que di vuelta a los recortes y comencé a recomponer al hombre, que sí sabía como era. Cuando conseguí arreglar al hombre, di vuelta la hoja y vi que había arreglado al mundo".

        Arreglar el hombre es arreglar el mundo. Por eso son tan necesarios los santos. Los santos son la salvación de la Iglesia, el verdadero honor de la cristiandad, el hilo de oro que atraviesa la historia de los hombres, entre montañas de barro y de mediocridad. Son el canal limpio por el que llega a nosotros el testimonio vivo de Dios.

¡Soñad!

        Una tarde de noviembre de 1942, en Madrid, San Josemaría Escrivá acude al único centro de mujeres del Opus Dei que por entonces existía. En esos momentos, todo el Opus Dei femenino no llega a diez chicas jóvenes. Se reúne con las tres que a esa hora están en la casa. Desdobla un papel y lo extiende sobre la mesa. Es como un cuadro, un esquema donde se exponen las diversas labores de apostolado que habrán de realizar en el mundo entero. Al tiempo que explica con gran viveza su contenido, va señalando con el dedo cada uno de los rótulos del cuadro: escuelas para campesinas, residencias universitarias, clínicas, centros de capacitación profesional de la mujer en distintos ámbitos, actividades en el campo de la moda, librerías... Les dice también, antes y después, que lo más importante ha de ser el apostolado de amistad que cada una desarrolle con sus familias, con sus vecinas, con sus conocidas, con sus colegas. El Padre les repite varias veces: "¡Soñad y os quedaréis cortas!".

        Aquellas tres le miran pasmadas, entre el asombro y el vértigo. Les parece que allí, sobre la mesa, el Padre está desplegando un sueño. Un bello sueño para un lejano futuro. Ellas se sienten inexpertas, sin medios, sin recursos, incapaces. No se les ocurre pensar que todo eso tengan que hacerlo ellas mismas. San Josemaría capta en esas miradas la ilusión y la impotencia, el deseo y el temor, un acobardado ¡ya nos gustaría...! Muy despacio, recoge el papel y comienza a doblarlo. Su rostro ha cambiado. Ahora está serio. ¿Decepcionado? ¿Triste? Es como si, de pronto, a un hombre animoso se le hubiese caído el alma a los pies.

La segunda reacción

        Por la mente y por el corazón de San Josemaría ha cruzado, posiblemente, como un pájaro torvo, el pensamiento derrengador de que hace más de doce años que lucha, a contraquerer, por darle cuerpo y vida al Opus Dei de las mujeres, tal como vio que Dios lo quería, el 14 de febrero de 1930. Primero llegaron unas que parloteaban y trajinaban, pero no rezaban. Se fueron. Luego llegaron otras que sí rezaban, pero no trabajaban: no eran esa clase de mujeres que han de bregar en la sociedad civil para poner a Cristo en la cumbre, en la cima, de toda actividad humana. Eran muy buenas, pero de pasta mística. Tuvo que decirles que tampoco servían. Éstas de ahora son de la tercera hornada, ¿y es posible que, a la hora de fajarse con la verdad, se queden ahí, paralizadas por el miedo? Sin desafíos, va a ponerlas cara a su responsabilidad. Escogiendo muy bien las palabras, les dice: "Ante esto, se pueden tener dos reacciones. Una, la de pensar que es algo muy bonito pero quimérico, irrealizable. Y otra, de confianza en el Señor que, si nos ha pedido todo esto, nos ayudará a sacarlo adelante".

        Calla. Las mira, deteniéndose en cada una, como si con esa mirada pudiera trasvasarles su propia fe, inundarlas con su seguridad. Después, antes de darse media vuelta hacia la puerta, añade: "Espero que tengáis la segunda reacción". Y la tienen. No es una utopía. Ciertamente, no están abiertos los caminos. Los harán ellas, al golpe de sus pisadas. A la vuelta cuarenta años, todo aquello era una realidad extendida por más de setenta países en los cinco continentes. Aquellas tres se han multiplicado por más de diez mil cada una. Desplegando sueños, pero arremangándose en la faena diaria. Sin decir basta. Sin amilanarse. Martilleando sobre las resistencias, sin detenerse en lo fácil.

El empeño, el esfuerzo, el tesón de los santos

        Una sociedad cristiana no se mide por el número creyentes, sino por su capacidad de engendrar santos. Y tal vez por eso, la gran venganza de los mediocres contra los santos sea, precisamente, todas esas colecciones de biografías de santos en las que se les pinta blanditos, bobitos, dulcecitos, demasiado místicos. Tomados en su realidad, los santos queman. Los santos no son como los centauros o las sirenas, una especie de seres mitológicos que salen solo en los libros, sino seres normales, con defectos, porque los santos tenían defectos, quizá más que otros que no lo fueron, pero su santidad se plasmó sobre todo en la maravilla de dominarlos. No nacieron santos, sino que llegaron a serlo con su lucha diaria por superarse.

        "Mediante el ejemplo de los santos –decía Benedicto XVI en Colonia en 2005–, Dios nos ha abierto a lo largo de la historia el Evangelio, hojeando sus páginas, y lo sigue haciendo todavía. En las vidas de esas personas se revela la riqueza del Evangelio como en un gran libro ilustrado. Son la estela luminosa que Dios ha dejando en el transcurso de la historia, y sigue dejando aún.

        "Los santos han sido personas que no han buscado obstinadamente la propia felicidad, sino que han querido simplemente entregarse, porque han sido alcanzados por la luz de Cristo. De este modo, ellos nos indican la vía para ser felices y nos muestran cómo se consigue ser personas verdaderamente humanas.

        "En las vicisitudes de la historia, los santos han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han remontado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro de precipitar; y la han iluminado siempre de nuevo. Los santos son los verdaderos reformadores. Solo de los santos, solo de Dios, proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo".

Gracias a ellos         En el año 2005, todo el mundo asistió sobrecogido al vendaval de emoción que supuso el fallecimiento de Juan Pablo II. Fue una extraordinaria muestra de la fecundidad de una vida de entrega absoluta a la misión que tenía encomendada por Dios. Fueron millones de personas que se conmovieron, que pedían su urgente canonización, que con aquello decidieron dar un cambio en sus vidas. Toda la biografía de Karol Wojtyla fue una lucha titánica contra constantes dificultades que se afanaban en impedir su avance en el camino señalado por Dios, pero su fidelidad inquebrantable ha dado luz y esperanza a nuestro mundo cansado. Su vida, como la de tantos otros que han salido en estas páginas, y como la de tantos otros millones de almas desconocidas que pueblan la tierra, son vidas abiertas a la respuesta personal a los requerimientos de Dios. No son vidas cerradas. Santo Tomás Moro podría haber cedido a los deseos de Enrique VIII y hoy sería un triste personaje más de una etapa penosa de un lamentable reinado de la Inglaterra del siglo XVI. Santo Tomás de Aquino o Santa Catalina de Siena podrían haber cedido a los deseos de su madre, o San Luis Gonzaga o San Estanislao de Kostka ante los de su padre. El Santo Cura de Ars o San Clemente Hofbauer podrían haberse rendido a las dificultades que tuvieron para hacer sus estudios sacerdotales, o Santa Jacinta ante las dificultades de su carácter. San Maximiliano Kolbe podría no haber tenido aquel arranque heroico de generosidad en Auschwitz. Pero ellos, y muchos otros, fueron fieles a la llamada que Dios les hacía y hoy el mundo es distinto gracias a ellos.