Palabras bravas, palabras mansas
Repárese en que las palabras mansamente inútiles, quiero decir las amaneradas, las contemplativas y las pseudopolíticas, suelen tener mucho éxito entre doctrinos.
C.J.C. "Canto a la vida y la esperanza" ABC 2/XI/97

Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

Manipulando con el lenguaje

        Tiene razón don Camilo: hay palabras mansas y palabras bravas; hay vocablos salvajes y vocablos domésticos; hay adjetivos calificativos y adjetivos descalificadores; hay voces lánguidas y adormecedoras, y voces alevosas que se clavan en el tímpano del que las oye. Hay términos lustrosos y saludables, y términos moribundos, que agonizan por el abuso de los habladores.

        Es que las palabras expresan mucho más de lo que significan. Casi todas vienen cargadas de ecos antiguos. En su mismo sonido o en su ortografía –que es como la música de la palabra escrita– llevan las palabras venenos o aromas. Hay vocablos heridos o corrompidos por la historia, que ya no pueden pronunciarse inocentemente, y los hay glorificados por las ideologías: palabras biensonantes, de éxito seguro en mítines y discursos, cuyo significado a nadie importa un comino. No existen los sinónimos ni las traducciones exactas. En cada idioma la palabra es única e irrepetible. Una imagen podrá reproducirse un millón de veces idéntica a sí misma. Una palabra no: las palabras –como las olas– siempre son nuevas.

        Los manipuladores del lenguaje saben muy bien todo esto, y dominan la técnica de adormecer la conciencia con palabras mansas y de excitarla con palabras bravas. De ahí que, quien quiera pensar por libre, necesite estar prevenido contra las trampas lingüísticas a que nos someten diariamente.

        ¿Algunos ejemplos?

        Los obispos arremeten contra el Ministerio del Interior –titulaba un periódico hace un mes–. Me parece recordar que se trataba de la famosa cuestión del acercamiento de presos. Obsérvese, en cualquier caso, el efecto provocador del verbo arremeter. Arremeter es la forma menos civilizada de discrepar. La arremetida episcopal evoca en el lector la figura enfurecida de un prelado, báculo en ristre, calzada la mitra hasta las cejas y con los ojos inyectados en sangre.

Más de lo mismo

        Pocos centímetros más abajo un concejal de la oposición denunciaba no sé qué de una incineradora, y ya de paso acusaba al alcalde de estar al servicio de intereses bastardos. Sin embargo tan acerba crítica quedaba dignificada por el verbo denunciar, nada arremetedor, mansamente responsable. Se conoce que el redactor de la noticia era de la cuerda del concejal.

        Pocos días antes oí en la radio que los obispos se habían embarcado en una cruzada contra los preservativos. La palabra cruzada, introducida con habilidad, descalifica cualquier proyecto por noble que sea. ¡A quién se le ocurre emprender cruzadas en estos tiempos!

        —El Corte Inglés inicia su cruzada de primavera-verano…

        No, decididamente suena mejor campaña.

        La tercera anécdota es estrictamente personal y ha dado origen a estas breves consideraciones. Hace días un amable discrepante me dijo:

        — Parece lógico que un sacerdote progresista y abierto como usted…

        No oí el final de la frase. Comprendedlo, me licué de placer: nunca me habían llamado progresista y abierto en una misma subordinada. Creo que estuve el resto de la conversación aspirando el aroma del incienso. Por un momento fui el más ruin de los hombres: me sentí capaz de renegar de mis convicciones con tal de que me repitieran tan dulces adjetivos. Sí, me habían reblandecido las meninges con dos vocablos mansos y huecos. Porque, ¿alguien puede decirme qué significa progresista?

"Pues eso"

        —Por supuesto, joven. Progresista es aquella persona que coincide con nuestras ideas.

        — ¿Y fascista?

        — Fascistas son siempre los otros.

        — Gracias, Dr. Kloster, no sé qué haría sin usted.

        Como los ejemplos podrían continuar hasta el infinito, tal vez consagre mi ya inminente vejez a la elaboración de un diccionario de palabras mansas y palabras bravas. En él incluiré las voces que no significan nada, los vocablos malditos que vivieron tiempos gloriosos y que ya sólo se emplean para agredir al prójimo; los mansos sustantivos –con sus correspondientes adjetivos parásitos– tan convenientes para la adulación y el pedaleo social; y, por supuesto, las frases fósiles, los refritos del idioma, alimentos sintácticos precocinados, que los políticos y los teleparlantes enlazan sin ton ni son para disimular su tartamudez mental.

        Por hoy sólo me queda hacer notar a mi paciente clientela que el éxito social de una palabra es directamente proporcional a su falta de contenido.

        ¿No nos previno Jesús contra la palabra ociosa?

        Pues eso.