A él le debo la vocación
De un gran hombre
hay siempre algo que aprender
aunque esté callado.
Séneca
Alfonso Aguiló
Carácter y acierto en el vivir:100 relatos y reflexiones sobre la mejora personal

 

 

 

 

El heroico ejemplo de su padre

        "Nuestro Señor fue preparando las cosas –contaba San Josemaría Escrivá– para que mi vida fuese normal y corriente, sin nada llamativo. Me hizo nacer en un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que practicaban y vivían su fe, dejándome una libertad muy grande desde chico, y vigilándome al mismo tiempo con atención. Trataban de darme una formación cristiana, y allí la adquirí más que en el colegio, aunque desde los tres años me llevaron a un colegio de religiosas, y desde los siete a uno de religiosos."

        De su padre, D. José Escrivá, recibió un constante ejemplo de laboriosidad. El pequeño Josemaría le vio gastarse incansablemente, día tras día, en la pequeña industria que poseía en Barbastro, con una gran preocupación por el bienestar material y espiritual de las personas que trabajaban a sus órdenes. También de él aprendió a llevar con serenidad las contrariedades grandes o pequeñas de la vida, sin impaciencia, con buen humor: "No le recuerdo jamás con un gesto severo; le recuerdo siempre sereno, con el rostro alegre. Y murió agotado: con solo cincuenta y siete años murió agotado, pero estuvo siempre sonriente (…).Y vi a mi padre como la personificación de Job. Perdieron tres hijas, una detrás de otra, en años consecutivos, y se quedaron sin fortuna (…). Y fuimos adelante. Mi padre, de un modo heroico, después de haber enfermado del clásico mal –ahora me doy cuenta– que según los médicos se produce cuando se pasa por grandes disgustos y preocupaciones. Le habían quedado dos hijos y mi madre; y se hizo fuerte, y no se perdonó humillación para sacarnos adelante decorosamente. Él, que habría podido quedar en una posición brillante para aquellos tiempos, si no hubiera sido un cristiano y un caballero, como dicen en mi tierra."

        "Le vi sufrir con alegría, sin manifestar el sufrimiento. Y vi una valentía que era una escuela para mí. Fue una providencia de Dios. El Opus Dei debía nacer en el más absoluto desamparo, sin ningún asidero terreno en el que apoyarse. Mi padre se arruinó totalmente, y cuando el Señor quiso que yo comenzara a trabajar en el Opus Dei, yo no tenía ni una virtud, ni una peseta; no tenía más que la gracia de Dios y buen humor.

        "Ahora quiero más a mi padre, y doy gracias a Dios de que no le fuera nada bien en los negocios, porque así sé lo que es la pobreza; si no, no lo hubiera sabido. Tengo un orgullo santo: amo a mi padre con toda mi alma, y creo que tiene un cielo muy alto porque supo llevar toda la humillación que supone quedarse en la calle, de una manera tan digna, tan maravillosa, tan cristiana."

        En ese clima familiar de generosidad, de cariño y de fortaleza, maduró la llamada que Dios comenzaba a dirigirle. Primero, aquel suave requerimiento, que sacudió lo más íntimo de su ser: un barrunto de amores divinos, que empezó a sentir desde los quince o dieciséis años, al ver aquellas huellas en la nieve. "Yo nunca pensé en hacerme sacerdote –recordaba–, nunca pensé en dedicarme a Dios. No se me había presentado el problema porque creía que eso no era para mí. Pero el Señor iba preparando las cosas, me iba dando una gracia tras otra, pasando por alto mis defectos, mis errores de niño y mis errores de adolescente...".

Curtidos en el dolor

        Un día de 1918, Josemaría habla a su padre sobre su deseo de ser sacerdote. Don José, que continúa entregado a su trabajo para que la familia pueda remontar la difícil situación en que se encuentran, se queda absolutamente sorprendido. De pronto, se vienen abajo los planes que soñaba para su único hijo varón. Y él, que no ha llorado nunca ante tanto acontecimiento doloroso, nota irremediables, impotentes, las lágrimas que cruzan por su cara. "A él le debo la vocación –afirmó San Josemaría muchas veces–. Un buen día le dije a mi padre que quería ser sacerdote: fue la única vez que le vi llorar. Él tenía otros planes posibles, pero no se rebeló. Me contestó: hijo mío, piénsalo bien. Los sacerdotes tienen que ser santos. Es muy duro no tener casa, no tener hogar, no tener un amor en la tierra. Piénsalo un poco más, pero yo no me opondré. Y me llevó a hablar con un sacerdote amigo suyo, el abad de la colegiata de Logroño."

        D. José aceptó con generosidad el camino que el Señor trazaba para su hijo, cuando escuchó sus confidencias. No quiso Dios, sin embargo, que tuviera la dicha de ver a su hijo en el altar. El Señor le llamó pocos días después de que recibiera el subdiaconado, cuatro meses antes de su ordenación sacerdotal en Zaragoza. Marchó al Cielo, cumplida ya su tarea en la tierra, cuando su hijo se orientaba definitivamente por ese camino sacerdotal que culminaría con la fundación del Opus Dei.

        — Pues es todo un ejemplo de sobreponerse a situaciones difíciles.

        Peter Berglar, uno de los biógrafos de San Josemaría, se detiene a considerar precisamente ese modo de reaccionar del pequeño Josemaría ante la desgracia. Era un niño alegre, normal, ni mimado ni libre de problemas. ¿Qué sucede en el interior de un adolescente que, por tres veces en tres años, tiene que pasar por el fallecimiento de sus tres hermanas pequeñas, el dolor de los padres, las terribles horas y los días de la muerte, las lacerantes visitas al cementerio?

Dos modos de reaccionar ante la misma desgracia

        Y, haciendo una comparación audaz, se refiere a otro chico de diecisiete años, en esa misma época, a unos miles de kilómetros de distancia. Ese chico se llamaba Lenin y, bajo la impresión del fusilamiento de su hermano mayor, perdió la fe cristiana, hasta el punto que, según cuentan también testigos presenciales, en ese momento, se arrancó la cruz del cuello, la escupió con desprecio y la arrojó lejos de sí.

        Estamos ante un profundo misterio. Un hombre, al ver en la muerte de su hermano la adversidad del destino, empieza a recorrer el camino del odio, un camino que acarreará terribles consecuencias para sí mismo y para millones de personas. Otro hombre, ante la dureza de una tragedia familiar, se fortalece en su deseo de dar un sentido más alto a su vida, y los frutos serán, en este caso, frutos admirables y magníficos para la humanidad.

        Ignoramos el sentido profundo de estos hechos: es el misterio de la libertad para el bien y para el mal. Hay una anécdota que es quizá una muestra de esas luchas interiores del pequeño Josemaría. Es un pequeño episodio que recuerda una amiga de la familia Escrivá. Entre los juegos de niños, les gustaba hacer castillos de naipes. Una tarde de 1913, al poco de morir la segunda de sus hermanas, "estaban absortos en torno a la mesa, conteníamos la respiración al colocar la última carta de uno de aquellos castillos de naipes, cuando Josemaría, que no acostumbraba a hacer cosas así, lo tiró con la mano. Nos quedamos medio llorando, y Josemaría, muy serio, nos dijo: "Eso mismo hace Dios con las personas: construyes un castillo y, cuando casi está terminado, Dios te lo tira"". Esta frase deja entrever que el alma del pequeño se encontraba en medio de una fuerte crisis: había experimentado la imposibilidad de comprender lo que Dios a veces permitía que sucediera, y sufría ante la posibilidad de tener que aceptar una fría arbitrariedad. Pero el alma, estremecida, se apartó de esa interpretación. El pequeño Josemaría se apartó del terrible abismo negro al que se lanzó el joven Lenin.

La gran tarea de los padres

        El ejemplo de los padres constituye, a lo largo de la historia de la Iglesia, una ayuda insustituible en los primeros pasos de la entrega de sus hijos. Han sido hombres y mujeres que han entendido con profundidad la grandeza de su misión, cuya paternidad se ha abierto hacia horizontes insospechados, que han buscado lo mejor para Dios, lo mejor para sus hijos, aunque fuese duro para ellos. La historia presenta una galería magnífica, y a veces desconocida, de padres de santos, que con su ejemplo y su entrega silenciosa en favor de sus hijos, hicieron, sin saberlo, un servicio inconmensurable a la Iglesia universal.

        — ¿Y qué piensas que deben hacer los padres por la vocación de sus hijos, una vez que ya han decidido entregarse a Dios?

        Cuando un hijo o una hija se entrega a Dios, los padres tienen por delante una tarea que no acaba nunca. No deben desentenderse, pensando que otros ya se ocupan en todo de él o de ella, sino que mantienen la responsabilidad bendita de afianzar y sostener su entrega, especialmente cuando aún es joven. Tienen ante ellos algo sobrenatural, misterioso y frágil. Deben acoger con una estima grande su actitud generosa, y apoyarle siempre con su oración y su cariño, esté cerca o lejos, de modo que encuentre siempre en ellos ayuda y comprensión. La misión de los padres, antes y después de que los hijos sientan la llamada de Dios, es siempre de gran importancia.

El gran peso de los hermanos

        — Además de los padres, están los hermanos y el resto de la familia. ¿Qué dices sobre su influencia en la vocación?

        La influencia de la familia, y en especial de los hermanos, puede ser muy grande, en un sentido o en otro. Sucede en la vocación profesional y en muchas cosas más, pues la referencia personal que supone un hermano o una hermana mayor tiene un peso muy grande, y es bien posible que Dios quiera contar con eso al llamar a una persona a determinado camino. Así lo cuenta, por ejemplo, Santa Teresa de Lisieux en su autobiografía: "Estaba yo muy orgullosa de mis dos hermanas mayores, pero mi ideal de niña era Paulina... Cuando estaba empezando a hablar y mamá me preguntaba "¿En qué piensas?", la respuesta era invariable: "¡En Paulina...!" Otras veces pasaba mi dedito por el cristal de la ventana y decía: "Estoy escribiendo: ¡Paulina...!". Oía decir con frecuencia que seguramente Paulina sería religiosa, y yo entonces, sin saber lo que era eso, pensaba: Yo también seré religiosa. Es éste uno de mis primeros recuerdos, y desde entonces ya nunca cambié de intención... (…) Tú eras mi ideal, yo quería parecerme a ti, y tu ejemplo fue lo que me arrastró, desde los dos años de edad, hacia el Esposo de la vírgenes. ¡Cuántos hermosos pensamientos quisiera confiarte!".

        Teresa había sido la hija preferida de su padre; era tan alegre, atractiva y amable, que los dos sufrieron intensamente cuando llegó el momento de la separación. Pero ninguno de los dos dudó de que ella debía seguir su camino e irse al Carmelo.