La tele

Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

Primera experiencia

        "La televisión/ pronto llegará./Yo te cantaré,/ y tú me verás…"

        La vocecilla afilada de una tonadillera gritaba está canción en las gramolas de la posguerra. Millones de personas sufrían ya el síndrome de abstinencia de la tele recién inventada. Por eso, cuando al fin llegó, la amaron a primera vista.

        Yo la descubrí hace cuarenta años en el comedor de una pensión de Zaragoza. Había ido a examinarme de 1º de Derecho, y fue como un inesperado refrigerio en medio de los sudores de aquellos días.

        Empotrada en un mueble de color caoba, tenía una pantalla mínima y abombada, con cuatro botones de baquelita. Tan deslumbrado quedé por su belleza, que no presté atención a la comida ni al programa (un interminable concierto de piano). De vez en cuando trepidaba la imagen, pero la camarera ajustaba el cuadro.

        Vimos varias veces el famoso letrero en el que TVE pedía disculpas por la interrupción y suplicaba que permaneciésemos "atentos a la pantalla". Así nos quedábamos: hipnotizados por el mágico rectángulo, mientras se enfriaban las croquetas. No existía el zapping, ni más alternativa a la crisis que apagar el invento.

Y acabaron con el idioma

        Pronto llegaron los telefilms, que ahora se me enredan en la memoria: no sabría distinguir los actores de La Casa de la pradera de los de Bonanza. Y apenas recuerdo a Perry Mason, a Ironside y a unos invasores extraterrestres que no podían doblar el dedo meñique.

        Para dar voz a aquellos personajes, alguien inventó un idioma caribeño de laboratorio la mar de gracioso, sin comprender que, con semejante jerga, la poderosa tele iría empobreciendo, hasta dejarlo hecho una ruina, el viejo castellano, que aún se conservaba en los pueblos de España.

        No vale la pena lamentarse por algo que nunca tuvo remedio; pero sigo añorando las excursiones que hacía desde Bilbao, con mis amigos, a Burgos o a Valladolid, antes de la catástrofe ecológica televisual. Era fascinante charlar con aquellos campesinos, que hablaban como Santa Teresa, en un idioma insólito y bellísimo. Ellos me enseñaron a amar las palabras. Unos años más tarde ladraban ya como Perry Mason.

        Sin embargo las ventajas de la tele superaban a los inconvenientes: vimos las Copas de Europa que se bebió el Real Madrid, la cogida del Cordobés, la llegada del hombre a la luna. Vimos incluso a don Jesús Urteaga y a don Ángel García Dorronsoro. Y descubrimos el tenis, la música de Mozart, los quebrantahuesos, el festival de San Remo y el humor mágico de Tip y Coll.

La televisión invasora

        Y, cada semana, teatro. Millones de españoles comprobamos que Shakespeare, o García Lorca cuentan historias más apasionantes que las de Corín Tellado. Y, aunque los actores eran siempre los mismos, disfrutábamos viendo a Pepe Bódalo vestido de romano o de emperador persa, con acento de taxista madrileño.

        Pero la tele comenzó a reproducirse y a invadir espacios vírgenes. No contenta con presidir el salón-comedor, entró en la cocina, se coló en el dormitorio de los padres y en el de los hijos; asaltó las habitaciones de los hoteles y de los mesones; penetró en los aeropuertos y en los restaurantes de carretera; se subió a la barra de las cafeterías; despertó a los niños con dibujos animados, y adormeció a los adultos con selecta basura de medianoche. Ya ni siquiera se podía leer en el tren o en el autobús: la tele te sonreía en colores a pocos metros de la nariz.

        Al primero que la colocó en el centro de una biblioteca, deberían haberlo procesado. Desde aquel día, los lectores están confinados en los cuartos de baño.

        Luego la tele se hizo portátil: le salió un asa en la chepa y cabalgó a lomos del 600 entre la paellera y la barbacoa. Para entonces los teleadictos ya aguantaban cualquier cosa: Shakespeare fue sido sustituido por Sensación de vivir, y Lope de Vega por Lina Morgan. Los quebrantahuesos y las nutrias se refugiaron en la 2, y camparon a sus anchas los pelícanos y otros pájaros de cuenta.

Su lugar hoy en día

        Pero lo peor no era eso.

        Algunos padres de familia descubrieron el valor anestésico del invento. Para que los chicos no diesen guerra bastaba con disecarlos frente a la tele. Ya lo dice un anuncio: cuando los papás salen de noche, los niños sólo necesitan: un canguro, dos vídeos y queso Philadelphia para cenar.

        Era inevitable: la tele se convirtió en formadora de los más jóvenes. Como la mayor parte de los colegios ya habían renunciado a educar –es decir a forjar hombres y mujeres– y los padres estaban desentrenados, la tele ocupó el espacio vacío. Con ella aprendieron los niños lo que significa el amor y el sexo, la vida y la muerte, el placer y el dolor…

         Y uno, que trata de enseñar a pensar por libre, se encuentra con que muchos chavales tienen uniformado el cerebro. Y, aunque añorar me gusta poco, pienso en aquella vieja y entrañable televisión con botones de baquelita. Me gustaría volver a verla, y romperle la pantalla de una pedrada, por traidora.