La Rosa y los Bustamantes
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven


En la tele

        Este año 2002, capicúa él, comenzó en España con una inquietante contienda civil: de una parte, con la tele pinchada en vena, los adictos a la "operación triunfo"; de otra, los que no estaban dispuestos a ver un solo programa de dicha operación.

        Conflictos parecidos ya se produjeron en épocas pasadas, pero las posturas nunca fueron tan irreconciliables ni estuvo tan desequilibrada la balanza: esta vez los primeros vencieron por goleada a los segundos, y la Rosa y los Bustamantes sacaron más votos que el partido del gobierno en las últimas elecciones generales.

        Yo pertenecí durante muchas semanas al grupo de los objetores, pero claudiqué al fin ante la presión mediática, y una noche me asomé a la pantalla. En pocos minutos fui seducido por la sonrisa roedora de la López, los rizos engominados de Bisbal y las lágrimas desaforadas de Bustamante.

        La efímera experiencia televisiva me ha servido, al menos, para descubrir que estábamos equivocados. Llevábamos años premiando en la tele a concursantes con los que podíamos identificarnos sin dificultad, ya que ninguno destacaba en nada. Era estimulante saber que los mediocres también podíamos ser centro de la atención popular hasta el punto de merecer millonarias recompensas sólo por dar la cara:

Cuando se cotiza el mal gusto

        Por escupir más lejos que nadie, diez millones de pelas. Por acertar el numerito de la suerte, un viaje a Cancún. Por hacer el ridículo ante los espectadores sin perder la compostura, un apartamento en Torrevieja y una moto náutica. Por perder la compostura y vender la intimidad, rascarse ante las cámaras y explorar las propias fosas nasales ante un espejo-trampa, mogollón de euros, portada en las revistas e ingreso garantizado en el planeta casposo de los traficantes de exclusivas.

         — ¡Hay diez millones para usted si acierta el precio justo de esta señorial yogurtera alemana y los pendientes de fantasía!, tronaba el presentador de turno.

        — Y no olviden –proclamaba otro bizarro moderador– que el que logre estrellar más huevos en la cabeza de su adversario, ganará el cheque regalo.

        Todo esto fue una manifestación más de la gripe igualitaria que nos afectó durante el siglo pasado.

        — Es injusto que sólo vayan a la universidad los que aprueben la reválida –decía en la tele una niña la mar de simpática, trepanada con un piercing en cada ceja–. Esto es una democracia, y todas (dijo "todas", lo recuerdo muy bien) tenemos el mismo derecho a ser médicas, ingenieras o lo que sea.

        Pues eso: si todas somos iguales, ¿por qué va a ser necesario ser más listo o estar más preparado para forrarse en el primera cadena?

Aquello está pasando

        Bueno, pues ahora resulta que los tiempos cambian; que nos encanta el espectáculo del esfuerzo; que nos gusta ver cómo un grupo de chavales pelea por alcanzar una meta alta y razonable; que apreciamos el sacrificio, el estudio, el aprendizaje... y el triunfo. Que también venden –¡y cómo!– las buenas maneras, el champú, la solidaridad, el compañerismo y la higiene.

        A uno le encanta que Rosa tenga la honrada hermosura de las gorditas rurales, que los derrotados también parezcan triunfadores, porque lo son; que Bustamante pase de la euforia al desaliento, incluso que esté a punto de abandonar y sus colegas lo saquen adelante, porque son amigos antes que rivales. Pero me parece estupendo, sobre todo, que los espectadores comprueben que nadie nace sabiéndolo todo, que, desde luego, es importante llegar a la meta, pero que el verdadero triunfo consiste en haber recorrido el camino con los propios pies.

La verdad de la vida

        Mientras escribo este artículo no dejo de pensar en Luis. Lo conocí hace quince años, cuando él tenía dieciocho y estaba terminando COU. Charlamos un par de veces y me dijo que iba para genio. Bueno, no empleó estas palabras, pero casi. Quería ser pintor, pero sin carreras ni academias. Se sentía llamado a abrir caminos, y para eso era preciso, por lo visto, dejar la mente en blanco, no aprender nada, trabajar menos y reñir con el agua y el jabón.

        — Necesito expresarme sin condicionamientos –decía–.

        Traté de convencerle de que estudiara, porque nada forma tanto como el propio esfuerzo y el aprendizaje trabajoso de lo que otros nos han legado. Le dije que había overbooking de genios, y que de momento no quedaban plazas libres; pero no me hizo caso.

        Ahora, gracias a un concurso, media España ha descubierto la belleza del trabajo ordinario y la grandeza de lo corriente.

        A Luis tampoco le fue mal: creo que su padre lo colocó en una gasolinera cuando suspendió la selectividad por tercera vez.