La internacional clerical
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

Los necesitan para vivir

        Clerófobos y comecuras han existido siempre; pero en los últimos años se multiplican como las amapolas. Los tenemos de todos los pelajes y etiquetas: rústicos y urbanos, mugrientos y lustrosos, solemnes y graciosillos, ignorantes e ilustrados. Los más inofensivos se limitan a emitir sonidos guturales, remedando a los córvidos, cuando tropiezan por la calle con un clérigo. Pero otros incluso escriben sin faltas de ortografía en los periódicos o participan en cualquiera de las tertulias radiofónicas.

        En los países más civilizados la clerofobia es prácticamente desconocida; pero aquí es endémica y, al parecer, contagiosa. ¿Se trata de una forma de alergia a lo eclesiástico? Yo diría que no: más bien nos encontramos ante un síndrome psíquico de origen clerical, de una leve neurosis obsesiva, mezcla de amor y de odio, nacida casi siempre del resentimiento.

        Los clerófobos, como las cigüeñas, anidan a la sombra de los campanarios. Son expertos en sacristías, adictos al incienso, parásitos eternos del clero, ya que necesitan de él para subsistir. La mayoría van de laicistas, y quizá lo sean. Precisamente por eso su cáscara frailuna resulta repugnante.

        José Joaquín Iriarte los llama "la internacional clerical", y no le falta razón: es toda una pandilla migratoria y multinacional. Llegan en bandadas, como las grullas y emiten el mismo canto (quiero decir las mismas consignas), como si las tomaran al dictado.

Cristianos venidos del Islam
Giorgio Paulucci, Camilla Eid

 

 

Autores y escritos

        Hay clerófobos que se declaran ateos (o agnósticos, que suena más aparente y para ellos viene a ser lo mismo); pero muestran un conmovedor interés por la situación de la Iglesia. Jamás descansan en su afán de salvar a los cristianos de sus errores. Vuelven una y otra vez a lamentarse de que tal o cual obispo –o Papa– sea excesivamente conservador (o progresista, o nacionalista o medio pensionista). Desde sus columnas de prensa o desde su espacio en las ondas, pontifican con tenacidad y desinterés emocionantes.

        Cabría preguntarles por qué les importa tanto la organización, la doctrina, la moral y hasta la santidad de una Iglesia en la que dicen no creer. La respuesta es que, en bastantes casos, son viejas glorias rebotadas de noviciados o seminarios; agraviados crónicos que no sabrían hablar sobre otros temas. En cambio dominan como nadie el argot de las sacristías.

        Por otra parte, lo clerical vende estupendamente y puede llegar a ser un buen negocio. Un libro lleno de "audaces críticas" –quiero decir de majaderías– sobre la Iglesia tiene serias posibilidades de convertirse en best-seller, sobre todo si se adoba con unas pizcas de sexo episcopal o cardenalicio, trescientos gramos de intrigas palaciegas, dos cucharaditas de finanzas vaticanas, un tanto así de política internacional y alguna que otra referencia a las siempre misteriosas mazmorras pontificias.

        La literatura de este tipo tiene indudables ventajas para autores y editoriales. La primera, que ni siquiera es preciso ser riguroso en los datos. Uno puede, sin mover un músculo, confundir al Cardenal Ratzinger con el ciclista Rominger, situar San Juan de Letrán en Venecia, o asegurar que Juan Pablo I en realidad no murió, sino que se encuentra en los subterráneos del Banco Ambrosiano, secuestrado por el Cardenal Camarlengo.

Una respetuosa ignorancia

        Y es que el Papa nunca responde, ni se querella, ni insulta a sus agresores. Es, por consiguiente, un buen blanco. Se le puede injuriar o calumniar gratuitamente, y luego llamarle Woytila, para que se fastidie.

        Eso sí: los clerófobos sienten una conmovedora inquietud por la salud del Santo Padre. De ahí que nunca tengan tiempo de explicar lo que dijo en su último discurso, sino sólo del lamentable aspecto con que apareció. Dan por supuesto que los portavoces del Papa mienten y que, en realidad, el Romano pontífice agoniza desde hace diez años. El tiempo acabará por darles la razón.

        Hay columnistas políticos que no pueden prescindir de su leve irreverencia o su pequeña blasfemia cotidiana, que aspiran a convertir en género literario. Y hay periódicos confesionalmente laicos, que dedican a la información curial o vaticana más espacio que la hoja parroquial de mi pueblo. A veces incluso alaban, exaltan e inciensan a algunos eclesiásticos; pero, ojo, cuando un clerófobo aplaude a un cura, es seguro que otro recibe la ovación en su trasero.

        — ¿Y qué podemos hacer?

        — Yo lo tengo muy claro: rezar por ellos para que sanen de su obsesión y no pagar un duro por tan penosa literatura. El día en que los cristianos nos decidamos a ignorarlos, se quedarán sin clientela. Tal vez entonces estén en condiciones de aprender a ser normales.