El marujeo es para el verano
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

En sus múltiples modalidades

        Me piden un artículo de verano, y yo me pregunto por qué en el mes de abril no me encargan otro de primavera o uno de otoño para el mes de octubre.

        — ¿Y de qué queréis que hable?

        — De las vacaciones, del tiempo libre, de los peligros del verano…

        El Dr. Cabaleiro, mi fiel consejero, asegura que los únicos peligros específicamente estivales son las quemaduras del sol, las medusas, los hongos y los desarreglos digestivos. Sin embargo hay otros males que, aun siendo de todo el año, brotan en verano con inusitada virulencia.

        Por ejemplo, el marujeo.

        La Real Academia aún no ha incluido este vocablo en el diccionario; pero debería hacerlo cuanto antes, ya que se trata de una palabra precisa, rica y de gran porvenir.

        Desde luego no equivale a chismorreo o a cotilleo. Estos términos se aplican al intercambio de chismes, es decir de noticias o bulos pregonados para hacer daño a terceras personas. El marujeo es deporte de más amplio espectro. Marujear es platicar sobre intimidades ajenas sin otro fin que pasar el rato. Las marujas (o los marujos) no pretenden molestar ni difamar, aunque a veces lo consigan. No van por ahí propalando calumnias (¡Dios nos libre!) ni bordeando escabrosidades de mal tono. Son compasivos censores de los tropiezos del prójimo, amables conversadores de trivialidades. Sólo eso.

        Hay infinitas formas de marujear. El marujeo epistolar, ya en declive, dio paso al telefónico, y, en los últimos años, al móvil y al marujeo en la red o marujeo.net. Hay marujeos de playa, de piscina y de caja de hipermercado; marujeo de madrugada, en chándal color fucsia, y de terraza, al caer la tarde, entre burbujas de cubata y crujidos de patatas fritas.

En nuestros días

        Hay un marujeo político, a cargo de expertos de voz almidonada, y un marujeo de escalera y tendedero; sin olvidar el fugaz de ascensor, el de atasco o el de semáforo.

        Hace ya tiempo que los medios convirtieron el marujeo en sección fija. En la radio o en la tele, para sacar adelante un programa/maruja, basta con dos o tres señoras y un cotilla ambiguo con voz de gaviota enfurecida. En la prensa escrita, hay reputados columnistas/maruja de lustrosa sintaxis, y meritorios/maruja para reportajes a pie de calle.

        Luego están las revistas que llaman del corazón. Las serias (en cursiva, please) entran en los mejores salones rutilando en cuché; pero son sólo muestrarios de fotografías políticamente correctas, levemente indiscretas y generosamente pagadas, para alimentar decorosos marujeos de té con pastas y pinacle al anochecer. De las otras revistas no puedo hablar, ya que no he ojeado ninguna ni siquiera para escribir este artículo.

        El atractivo del marujeo es evidente. En el fondo todos somos marujos o marujas en potencia. ¿Quién no ha sentido alguna vez la tentación (¡sólo la tentación, of course!) de curiosear el diario de una adolescente, la agenda olvidada sobre una mesa, o el cajón entreabierto de una mesilla de noche? Rastrear en el desván del corazón ajeno es una aventura emocionante, porque significa acceder a un ámbito prohibido. De ahí que, cuanto más grande sea el personaje y más falsa la máscara con que aparece, mayor curiosidad sintamos por conocer sus secretos, sus pequeñas manías, sus auténticos deseos inconfesables.

Algunas precisiones de interéss

        Conviene hacer, sin embargo, tres consideraciones.

        Primera: la intimidad es una riqueza del alma: existe porque somos espíritu. Por eso siempre es falso decir que uno no tiene nada que ocultar. ¡Naturalmente que ocultamos cosas! Tenemos derecho a encubrir nuestras miserias y nuestra grandeza: los amores, deseos, sueños, pasiones, añoranzas, debilidades... A ese mundo íntimo sólo se accede por amor y en libertad.

        Segunda: no se aprecia mejor un cuadro pegando la nariz al lienzo, sino alejándose unos metros. Lo mismo ocurre con los hombres: para entenderlos y amarlos, hay que situarse a la distancia justa. Husmear en la ropa interior de un premio Nobel o averiguar si ronca por las noches no nos servirá para conocerlo mejor. Si acaso, para todo lo contrario.

        Tercera: conseguir que lo íntimo siga siendo íntimo, es un deber además de un derecho. Uno de los síntomas más estridentes de descomposición moral es precisamente el descrédito del pudor. Quien, para consumo de mirones o de marujas, desnuda su cuerpo o su alma, tiene, sin duda, un pobre concepto de sí mismo.

        — ¿Y ésos que cuentan en la tele todas sus intimidades; que incluso se suben a un escenario para ser interrogados por el público a cambio de cuatro duros…?

        — A ellos me refiero. No hay gran diferencia entre esas personas y aquellas otras que, al decir del Evangelio, precederán a los fariseos en el Reino de los Cielos. En todo caso, procuremos no figurar en su lista de clientes.