El columnista
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

 

En demasiadas cosas

        — No entiendo cómo lo defiendes. Ya has visto lo que dijo sobre el Papa la semana pasada. Y esta misma mañana vuelve con sus irreverencias de costumbre.

        — No es que lo defienda; pero tampoco se lo reprocho demasiado. Apenas tiene tiempo, y claro, en cada columna le salen dos o tres inexactitudes…

        — Dos o tres bobadas.

        — Como quieras; pero está superacelerado y así no puede trabajar. Fíjate, a mí en Mundo Cristiano me piden sólo setecientas palabras al mes, y hay años en que no se me ocurre nada. ¿Te imaginas lo que debe ser escribir todos los días? Es lógico que él también cometa algunos deslices.

        — Sandeces.

        — Bueno, sandeces… Pero es que lo suyo era la literatura, el estilo, ¿me entiendes? Cuando empezó, en el pueblo decían que era de pluma fácil. Luego se hizo poeta y casi gana un Adonais, que aunque de eso no se come, sales en la prensa y te da un nombre. Después hizo teatro, alguna novela… Hasta que lo ficharon de columnista… Chico, qué triunfo.

        — Y tú que lo digas

        — Lo peor es el estrés. Se levanta temprano, y corre hacia la emisora donde participa en una de esas tertulias políticas que alborotan las madrugadas. Sin apenas tiempo para hojear la prensa, toma carrerilla con un tenue carraspeo ante el micro, y hala, a improvisar sobre la sanidad pública o privada, la educación, el Gal, el ipecé, la última Encíclica Pontificia, el premio Nobel de literatura, el problema del aceite, las guerras de los Balcanes o sobre cualquier otra cuestión que le planteen los oyentes o el conductor del programa. Y todo, sin descomponer el gesto y casi sin desayunar.

Lo impensable

        — Lo malo es que el tío se ha creído su papel, y como va de experto, es tan audaz en sus opiniones como enciclopédico en su ignorancia.

        — No digas eso… Es verdad que sabe poco. Pero ¿a que es simpático? Además cumple una función social impagable: despierta a los españoles y nos sume en ese estado de irritación que caracteriza al ibero cuando madruga.

        — ¿Y por qué no reconoce alguna vez que no tiene ni idea de lo que le plantean?

        — ¿Estás loco? Eso es imposible. No sería correcto. Hace ya tiempo se le ocurrió decir ante el micrófono: perdonen; me equivoqué. Ya ni recuerdo de qué se hablaba; pero se hizo un silencio… Creí que lo echaban de la emisora.

Con tal de ser nombrado

        Luego, después de la tertulia radiofónica, desayuna con la prensa recién salida y busca un tema para sus colaboraciones del día siguiente. Hace años, a esa hora más o menos le vino un ataque de pánico. Fue un momento de lucidez, casi de humildad. Por un momento le invadió la sospecha de que su cerebro se había atrofiado definitivamente, y se preguntó si no debería cambiar de oficio…

        — ¿Y qué pasó?

        — Nada. Resolvió la crisis con un valium 5 y un gin-tonic.

        Creo que alguna otra vez ha estado a punto de recaer; pero aguanta como un héroe. Selecciona tres o cuatro titulares en los periódicos para comentarlos en su columna, y…

        — ¿Sólo titulares?

        — Claro. No querrás que estudie a fondo las noticias. No tiene tiempo y, para su brillante estilo, los titulares van mucho mejor. Los agita un poco…, y muchacho, ¡qué talento!: es capaz de insultar a una folclórica, a un arzobispo, a un subsecretario y a un colega de la competencia sin salir de la misma oración subordinada,. ¡Qué prosa! Nadie difama con tanto ingenio ni con léxico tan fresco y tan rico. No sé cómo no le han hecho aún académico. Hay personajes que, por salir en esa columna, aceptan con una sonrisa sus exabruptos. Es un honor ser agraviado por el más grande de los columnistas. Y por un elogio… ¡qué no harían por un elogio suyo!

Cuando importa poco la verdad

        — ¿Y por qué no rectifica jamás una información?

        — ¿Rectificar? Eso es absurdo: él no se equivoca nunca.

        — ¿Cómo dices eso?

        — Hablo en serio. Para equivocarse es necesario tener de qué. Hace falta creer en la verdad y buscarla sinceramente. Cuando se dan estas dos condiciones uno puede acertar o engañarse. Y entonces reconocerlo no es una humillación. Pero aquí hablamos de otra cosa. Lo suyo no es la verdad, sino el estilo; no la inteligencia sino el ingenio. Por una buena metáfora entregaría hasta la dignidad. ¿Rectificar? ¡Valiente tontería! ¿Cómo se rectifica una metáfora o un retruécano? No, no podemos permitir que algo tan reaccionario como la verdad malogre una prosa tan sublime.

        — Pero es que…

        — …Además no tiene tiempo: Fíjate, por la tarde de nuevo le entrevistan en la radio; por la noche, tertulia en la tele. Si es que no sé como aguanta tanto. Pobre.