Amor y ortografía
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

 

 

 

La ortografía, su historia y su valor

        Cuando a Garzia Märkes (lo escribo así, por si le gusta) se le ocurrió decir que sobraban las normas de ortografía, una tropa de académicos, escritores, radiohablantes, catedráticos y columnistas se le lanzó a la yugular.

        Desde Lázaro hasta Anson –que ya se liberó de un acento–, pasando por Gala, Goytisolo o Lapesa, todos emplearon los mismos argumentos: "la ortografía es el andamiaje del idioma; es un lujo irrenunciable. La ortografía fija el lenguaje y hace posible que las mil y una hablas que han nacido del español formen un solo idioma…" Los más benévolos aseguraron que el bueno de García Márquez chocheaba. Poco más se dijo.

        No tengo más remedio que coincidir con tan sesudos lingüistas. Pero, la verdad, he echado de menos una defensa algo más convincente de nuestra ortografía.

        Porque la ortografía es, ante todo, una cuestión de amor: de amor a lo que se escribe y de amor a las palabras con que se escribe.

        Las palabras son como seres vivos. Hay palabras jóvenes, recién pronunciadas y todavía inéditas en el mundo de la letra impresa, que tal vez mueran sin pena ni gloria. Hay palabras adolescentes, que entran con sospechosa arrogancia en las páginas de los libros y de los periódicos; pero se nota enseguida que están incómodas, que no saben alternar con tanto vocablo prestigioso. Su indumentaria (quiero decir su ortografía) suele estar poco definida, y aun su mismo futuro parece poco claro.

        Hay palabras en cambio con siglos de historia; fueron dichas, recitadas y escritas en todos los acentos y con todas las tintas. Quizá alguien las grabó por primera vez en un viejo pergamino y continúan vivas en las pantallas de los ordenadores. Su ortografía es su curriculum vitae. Aquella hache que en Castilla no se pronuncia y se sigue aspirando en Cádiz, fue una efe para el Marqués de Santillana. Aquella uve tiene que ser uve y no be, porque, si la cambiásemos, dejaríamos huérfana a la palabra, le arrancaríamos sus raíces latinas o griegas, sus señas de identidad; sería sólo un sonido degradado, sin pasado ni historia, y, por tanto, perdería buena parte de su capacidad de evocación, de la carga expresiva que está más allá del significado literal.

        Por amor a esa palabra (que, desde luego, vale siempre más que mil imágenes), debo respetar el vestido con que se me presenta. No puedo desnudarla ni uniformarla con el consabido vaquero usado. Y procuraré que se encuentre a gusto entre los demás vocablos, mimando la sintaxis, procurando que descanse en cada coma y tome aire en los puntos. Todo esto es cuestión de amor. ¿Acaso el mismo amor no es también pura cuestión de ortografía?

En efecto, como en el amor

        — ¿De ortografía?

        Elena, que ha leído esta parte del artículo, me mira desconcertada.

        — Por supuesto. En el amor, desde luego, lo esencial es la entrega, la fidelidad…, esas grandes virtudes que lo sustentan. Pero hay un conjunto de pequeñeces que alimentan el cariño, lo hacen crecer y lo mantienen vivo: es la ortografía del amor. Cuando un amor muere, generalmente ha sido asesinado a base de pequeñas faltas de ortografía.

        Elena me mira de reojo.

        — ¿Me está tomando el pelo?

        — No… Hay tres importantes reglas ortográficas en el amor: la educación, la memoria y la paciencia.

        Las faltas de educación a veces se disfrazan de confianza, pero son tan imperdonables como las haches fuera de sitio.

        Los "me olvidé", los fallos de memoria y las impuntualidades de cada día, pueden parecer intranscendentes, pero son como las ges y las jotas.

        ¿Y la paciencia? Son las bes, las uves y las haches intercaladas.

        — ¿Y los acentos?

        En el amor, los acentos son los detalles inesperados, las mil delicadezas que uno inventa.

Ortografía o piedad

        — ¿Y la sintaxis?

        — Vale ya…, Elena. Piénsalo, y verás cómo se te ocurren un montón de manifestaciones. Porque, en el amor, hay incluso signos de puntuación.

        Por supuesto, hablo sobre todo en el amor a Dios, que es el amor de los amores. Y lo que he llamado ortografía, podría haberlo llamado simplemente piedad.

        ¿Qué trascendencia tiene, por ejemplo, una genuflexión omitida o mal hecha? Ninguna: es apenas una errata, una coma fuera de sitio.

        ¿Qué más da una postura que otra en la Iglesia? Da poco: es sólo un defecto de estilo, un chirrido en la prosa.

        ¿Y a Dios qué le importa si voy a comulgar mejor o peor vestido, si los manteles del altar están limpios o sucios, si hablo, callo, río o bostezo? A Dios, en efecto, le da lo mismo. Pero a ti no.

        Y es que ya lo dijo San Josemaría: Es misión muy nuestra transformar la prosa de esta vida en endecasílabos, en poesía heroica.

        Dicho en prosa, lo importante es amar con buena ortografía.