Sobre el chandalismo y
la hipocondría
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

Y estaban sanos

        Allá por los años sesenta leí una comedia titulada "el triunfo de la medicina". No recuerdo el autor, pero sí el argumento. Contaba la historia de un médico recién licenciado que abría su primera consulta en un pueblecito de montaña.

        En aquel lugar todos gozaban de una salud excelente: los mozos estaban fuertes como toros, las mujeres daban a luz en sus casas, y las enfermedades de temporada se curaban solas. De ahí que la presencia del médico no fuese bien recibida. ¿Para qué querían ellos un matasanos?

        Sin embargo el doctor estaba dispuesto a cumplir con su deber y organizó unas clases dirigidas a los vecinos. Les enseñó a vivir normas de higiene. Habló de los virus y bacterias que acechan en los alimentos, en las aguas y en la atmósfera. Explicó los síntomas de las enfermedades más peligrosas, y potenció la medicina preventiva.

        En pocos meses el celo del galeno hizo estragos. Los paisanos empezaron a sufrir síntomas alarmantes de males hasta entonces desconocidos. Y hubo que contratar un farmacéutico. Poco después llegaron un par de practicantes y varias enfermeras. Por último se construyó un hospital para atender las demandas de los presuntos enfermos. Fue la hipocondría general: el triunfo de la medicina sobre la buena salud.

        No imaginé entonces que, cuarenta años después, la realidad superaría con creces a la ficción.

Y se imponen nuevos hábitos

        Hace un par de décadas legiones de expertos en salud tomaron al asalto los medios, dispuestos a emprender una gran cruzada para mejorar la calidad de vida de los europeos.

        Comenzaron riñéndonos porque fumábamos mucho y no tomábamos fibra. Los nuevos moralistas nos dijeron que había que consumir salvado –a granel, en galletas, en pan integral o en copos de cereales–. Y mucha ensalada: espárragos, que son diuréticos; kiwis, que tienen vitaminas. Pero, sobre todo, fibra, fibra en el desayuno, en la comida y en la cena. Las gallinas se morían de envidia.

        Luego nos previnieron contra la obesidad. A la leche le quitaron la nata, y llegaron tres peligrosos anglicismos, el footing, el jogging y el lifting, cuyos resultados están a la vista: se disparó la venta de chándales, los zapatos convencionales fueron sustituidos por olorosas zapatillas de deporte, los cirujanos hicieron su agosto y los obesos perdieron su tradicional semblante de felicidad al saberse pecadores públicos, como los fumadores.

        En la pantalla de la tele ya habían aparecido unas esbeltas señoritas que nos invitaban a hacer gimnasia al compás de una música ratonera. Se trataba de saltar como cervatillos procurando sonreír como cretinos. Y llegaron los yogures descremados, el café descafeinado, el azúcar desazucarado, el chandalismo salvaje y la vida light.

        Pasaron los años y la tribu del chándal fue perdiendo fuelle. Con el nuevo milenio, más que gimnasia, hace rehabilitación, y del culto al cuerpo ha pasado a la hipocondría. Era previsible: mirarse al espejo mola cuando uno aún espera deslumbrar al sexo contrario; pero el tiempo es implacable, y la tribu ya solo aspira a no morir.

Las enfermedades crecen

        Lo tienen crudo. Los expertos de la salud ahora nos dicen que vivimos de milagro, que cada día tenemos más muertes para elegir. A saber:

        Las vacas locas, que han contagiado su demencia a media Europa; la fiebre aftosa, que antes se llamaba glosopeda; los teléfonos móviles, que causan tumores cerebrales cuando se usan, e infartos de miocardio si se guardan junto al corazón; los alimentos transgénicos, que deben ser malísimos aunque no se sepa por qué; los microondas, que producen cáncer; el sol, que también lo produce; el CO2; la falta de ozono y el exceso de colesterol y triglicéridos (Dios mío, qué será eso); los colorantes y conservantes de las conservas; los viajes en avión, que causan la muerte súbita cuando duran demasiado; los ordenadores, culpables de glaucomas, cegueras y probablemente cáncer de algo. Hasta el ratón del ordenador puede producir atrofias irreversibles.

        — ¿Y a usted le importa todo esto? –me interpela Fran, que tiene 17 años y pasa olímpicamente de casi todo–.

        Me preocupa y me divierte. Desde luego el espectáculo es grotesco, pero también aleccionador. El culto al cuerpo, que siempre ha sido señal de paganismo, termina inevitablemente en la depresión. Puestos a tener un ídolo, habría que buscar uno más duradero.

        Conste que cuidarse es un deber cristiano. Pero sin neurosis. La salud es moneda que se devalúa pronto: no hay forma de guardarla muchos años. Mejor gastarla sin miedo en un Amor que no se acabe.

        Lo otro, de verdad que no vale la pena.